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Perder la inocencia política

Fernando Carrillo Flórez
02 de junio de 2010 - 04:16 a. m.

LA INNOVACIÓN EN POLÍTICA ES UN animal raro y poco apreciado.

Pese a que es la base de la evolución y el liderazgo, la creatividad innovadora pierde a veces el combate porque la defensa del statu quo conduce a sospechar de la originalidad. Algunos han creído que esa labor de innovación en materia política le corresponde al intelectual, como oráculo, guía y a veces como “conciencia de la sociedad”.

Se podría decir que la función clave del intelectual sería impedir que la política empobrezca el valor creativo de la acción pública; la capacidad para plantear nuevas ideas, valores, propuestas y no sólo defender lo que viene de atrás, porque todo es susceptible de mejorarse. Jean-Paul Sartre, al abordar la dicotomía entre el pensamiento y la acción, entre la moral y la política, decía que “no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”, para cuestionar aquel que entra en la política sólo en nombre de principios abstractos, opuestos a las pasiones políticas. Umberto Eco, en otra dimensión, es contrario a la participación del intelectual en los asuntos públicos. Subyace allí la pérdida de la inocencia o la virginidad al aterrizar en la brutalidad de la realidad política y electoral.

Dicen que la invención del término intelectual se debe a Clemenceau a finales del siglo XIX y se considera a Emile Zola como el primero de los intelectuales comprometidos con la política en su Yo acuso al pedir la revisión del caso Dreyfus y poner de manifiesto la necesidad de que las personas preocupadas por la justicia y la verdad se esfuercen por cambiar la actitud de los ciudadanos. A partir de allí, los intelectuales y la política han tenido una relación furtiva de ires y venires, amor y odio, furor y desafección.

Resulta evidente que en el fragor de una campaña electoral, cuando se busca mover a los electores por consignas y por imágenes, el intelectual llega a sobrar, máxime si como apunta Vaclac Havel su labor es “pensar a largo plazo, no buscar votos ni repercusiones mediáticas”. Sin embargo, nos acercamos a una época en que la labor del intelectual ya no es de sabio profeta, sino de experto en soluciones para llenar de contenidos específicos el debate público.

En concreto, se ha hablado mucho de la altura y la riqueza que caracterizó el debate electoral antes de la primera vuelta. Ojalá eso no pase en vano y permita construir unos grandes acuerdos sobre políticas de Estado fundadas en los puntos de convergencia manifiestos en este proceso electoral de 2010. Eso sería una verdadera innovación en materia política, pues lo normal es rechazar modelos consensuados por encima de la confrontación partidista. Así se les acabaría de propinar la verdadera derrota a los violentos: el surgimiento de un gran acuerdo de las fuerzas políticas sobre temas esenciales, como la seguridad en el marco del Estado de Derecho, la lucha contra la inequidad y la corrupción, la reforma de la justicia y la política exterior de Colombia en una globalidad hasta ahora esquiva.

En la hora de las alianzas y las coaliciones deberían ser los programas y las ideas nuevas, los valores compartidos y las políticas públicas, los ejes de articulación de unas políticas suprapartidistas de Estado para poner en marcha a partir del 7 de agosto, al margen de quién gane las elecciones. ¿Será igualmente inocente creer que esto es posible?

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