Perdone señor cónsul, ¿puedo reunirme con mi familia?

Mauricio Rubio
03 de abril de 2014 - 06:01 a. m.

La burocracia comunitaria anunció que la visa de turista ya no será necesaria para viajar a Europa.

Desmontarán el ritual basado en la clarividencia de funcionarios consulares que mirándole la cara y los extractos bancarios a un colombiano vaticinan si va a pasear, contrabandear, robar, poner bombas o sufrir la metamorfosis que lo convertirá en “extranjero ilegal”, el gran oxímoron del mundo globalizado.

De las demás visas y sus inconvenientes ni se habla. Altos ejecutivos y cerebros fugados cambian de empleo y país cuando les conviene, pero los trabajadores no calificados enfrentan tales obstáculos que el de los pasajes se vuelve un costo irrisorio del viaje. Y quien tenga algún vínculo con los cerca de dos millones de compatriotas que residen donde exigen papeleo para verlos, tendrá que aguantar una abusiva intromisión en los asuntos familiares. En los últimos años, innumerables familias colombianas tuvieron que convencer a algún funcionario consular que la navidad, el día de la madre, un cumpleaños o un grado, son eventos que ameritan “reagrupación”. Ahora tendrán que seguir rogándole por una enfermedad, un accidente, un embarazo, un deceso o cualquier circunstancia que requiera un tiempo de estadía en el exterior superior al del turista. Y, por supuesto, tranquilizarlo sobre la temida mutación a la clandestinidad. “Pocas cosas me producen más pavor que me nieguen una visa, que me hagan pasar el ridículo en inmigración o que me deporten simplemente por estar ahí” anota un viajero disuadido. Este tipo de atropello individual no da para grandes escándalos, pero es mucha la gente que lo sufre. Las estadísticas de “turismo emisor” no separan a quienes visitan parientes de los paseantes pero, con esa colonia expatriada y las tarifas de los hoteles, su participación en el millón y pico de viajeros que salen anualmente con visa de turista debe ser abrumadora.

Es chocante que la interferencia consular en la vida privada la determine el lugar de nacimiento y, encima, que esa arbitrariedad se considere completamente normal. Se refinaron los eufemismos para la discriminación basada en un menjurje de nacionalismo, racismo, corporativismo y clasismo cocinado con criminología barata. No se abandonará la bola de cristal para la amenaza extranjera, simplemente se sofisticará pues de ella depende la tranquilidad del viejo continente. La tecnocracia europea anuncia que realizará “un análisis de riesgo, según una serie de criterios como el peligro que puede suponer la inmigración ilegal, el impacto para el orden público y la seguridad”. Centralizada, la clarividencia consular parece ser capaz de pronosticar atentados en Bruselas en función de distintos escenarios de desempleo y endeudamiento de los hogares en Colombia.

El entrometimiento del visado va más allá de tener que caerle bien a un cónsul para que autorice una reunión familiar. En Cuenca, Ecuador, una provincia de altísima emigración durante la década pasada, se dispararon los divorcios y más de la mitad de los casos que atendía un centro de conciliación tenían que ver con inusuales conflictos de familias fracturadas: disputas entre abuelos por nietos receptores de remesas, celos posesivos, violencia y abusos del suegro con la nuera retenida por el papeleo o jóvenes con muchas divisas y escasa supervisión reclutados por las pandillas. Los pequeños dramas hogareños desencadenados por las visas no conmueven a nadie pero al agregarse y extenderse ya califican para que un gobierno europeo o alguna ONG financien un estudio de diagnóstico que recomiende cualquier cosa menos corregir su principal causa, unas leyes de inmigración vetustas, ineficientes y regresivas. Entre más pobre es quien necesita viajar, más chances tiene de que el sistema lo desprecie y lo empuje a los coyotes y traficantes, siniestros personajes que desvelan a esos mismos gobiernos y ONGs, pero que existen gracias a las visas, como los narcos viven de la prohibición.

Fuera de impulsar la futurología de la inseguridad y apadrinar la trata de personas, la inmigración ilegal logró eliminar discrepancias entre reaccionarios y progresistas europeos. “Que el inmigrante que entró clandestinamente en Francia sea expulsado fuera de nuestras fronteras tiene algo de doloroso, pero el derecho es el mismo para todos y debe aplicarse, pero aplicarse humanamente… Sea lo que sea, les pido alejar de nosotros la locura racista… No ignoro la extrema sensibilidad que este problema despierta entre todos los compatriotas que viven en los barrios de alta inmigración”. Estas tortuosas declaraciones no son de Marine Le Pen enternecida por el triunfo electoral de su Frente Nacional en unos municipios. Son del mismísimo François Mitterand y resonaron décadas antes de que el gobierno francés se pusiera realmente duro con los inmigrantes, como cuando en octubre pasado deportó a Leonarda Dibrani, de 15 años, y a su familia gitana kosovar. Varios policías la detuvieron frente a su colegio, el templo republicano de l’égalité. El socialista François Hollande declaró después que “si ella quiere seguir escolarizada en Francia, será bien acogida, pero sola”. “No quiero estar sola, no dejaré a mi familia”, respondió desagradecida la joven, rechazando la ganga. La nivelación ideológica se hizo por lo bajo, el humanismo europeo ya no es sensible a los vínculos entre una menor de edad y su familia. Ahora tiene un deje de estalinismo soft que en los consulados se disfraza con rituales kafkianos.

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