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Primero los indigentes

Hernán Vallejo G.
12 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

Los indigentes son las personas más vulnerables de cualquier sociedad.

 Durmiendo en calles, debajo de puentes o entre alcantarillas, están expuestos a una mala nutrición, los vaivenes del clima, múltiples enfermedades y parásitos, vicios y maltratos indiscriminados.

Como tales, los indigentes deberían ser el grupo social con la primera prioridad de gasto público en cualquier nación, junto con quienes son más vulnerables en la primera infancia. Sin embargo, es difícil identificar políticas bien estructuradas orientadas a atender a estas personas, en parte porque los indigentes no son fáciles de “sisbenizar”.

Fuera de eso, es muy probable que, dada la irreversibilidad de ciertos traumas, su tratamiento sea largo y costoso, y la inversión en indigentes no sea económicamente tan rentable como lo es en otros grupos de la sociedad. Para completar, los indigentes no son combatientes y no votan, o no atraen muchos votos.

En Colombia hemos avanzando en una serie de políticas para atender a la población más vulnerable. Por ejemplo, programas relativamente exitosos, como la Red Unidos, Familias en Acción y Jóvenes en Acción, y programas más recientes, como los de acceso a vivienda, están diseñados alrededor de familias que, de una u otra forma, generan una red que garantiza un mínimo de acompañamiento y cuidado entre sus miembros. Además, varios de estos programas han sido objeto de estudios para resaltar sus bondades y corregir sus debilidades.

Desafortunadamente, las políticas diseñadas para atender a la población indigente no se han destacado tanto como los programas antes mencionados. Es más, en Bogotá cada vez que hay una intervención policiva en una “olla”, los indigentes se hacen más evidentes en el resto de la ciudad, lo cual sugiere que ver menos indigentes no implica que los mismos no existan, o que sean menos que antes.

Dado que los indigentes viven como desposeídos, pueden ser difíciles de ubicar. Por ello, las políticas para tratarlos deberían ser nacionales y de aplicación local, para evitar que si un municipio es exitoso en su tratamiento, haya una migración —o una emigración— voluntaria —o forzosa— de indigentes desde —o hacia— otros municipios.

Estas políticas deberían dar a las autoridades competentes todas las herramientas jurídicas y económicas que se requieran para identificarlos y hacerles seguimiento, ubicar a sus familias si las tienen y diagnosticarlos médicamente y tratarlos por el tiempo que sea necesario, en centros de desintoxicación, en centros psiquiátricos o con apoyo psicológico, o en albergues que les ofrezcan una calidad de vida digna, mientras no estén en condiciones de regresar a la sociedad con plena libertad.

Colombia entera debería preguntarse si tiene sentido que se estén transfiriendo muchos millones de pesos en recursos públicos a algunos pensionados, a algunos estudiantes de educación superior, a algunos propietarios de vivienda, a algunos agricultores y a algunos empresarios, cuando hay colombianos que físicamente se están pudriendo entre una alcantarilla o debajo de un puente, si es que no se están tostando o congelando a la intemperie.

Más allá de las dificultades y de algunos esfuerzos aislados, hay que diseñar, aplicar y difundir una política nacional integral y universal para atender a los indigentes, y evaluarla y ajustarla cuando sea necesario. Pero hay que poner a marchar esto cuanto antes. Ya es tarde.

 

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