Promiscua y tal vez bisexual, Magdalena fue asimilada

Mauricio Rubio
21 de mayo de 2015 - 04:00 a. m.

Según monseñor Juan Vicente Córdoba, “no sabemos si María Magdalena era lesbiana, pero parece que no porque bastantes pasaron por sus piernas”.

Así adornó hace unos días el obispo de Fontibón su apreciación de que la homosexualidad no es pecado y su respaldo al matrimonio igualitario. “Yo les digo hermanos homosexuales y lesbianas: cuando se casen tengan hogares bonitos”. Mencionando a Magdalena y pidiendo que esas familias “tengan lo que nosotros llamamos la fidelidad”, puso el foco en un punto tercamente silenciado por los gays: la promiscuidad.

Con el papa Francisco, algunos prelados se volvieron incómodos interlocutores del activismo LGBT pues dejan sin piso el discurso del odio a las diferencias. Monseñor Córdoba ratificó el principio que más ha contribuido al avance de los derechos de las minorías sexuales -“nadie escoge ser homosexual”- y aceptó que “ninguno de nosotros tiene la verdad”. Empeñados en ver el asunto como un silogismo jurídico, los activistas ya son más dogmáticos que los conservadores. Si se empieza a escarbar la cantera de escritos cristianos sobre amor y sexo, la diferencia en conocimiento será cada vez mayor. La Iglesia sabe más de homosexualidad que cualquier institución, sin haber hecho público lo conocido y sin haber analizado sus fuentes bajo ese prisma.

La alusión a la Magdalena fue oportuna. Es la mejor conocida de las prostitutas convertidas, más pertinentes y realistas que la esclava sexual del discurso feminista. Entre ellas hay despechadas, promiscuas que no cobran, abusadas, confundidas e iniciadas en el oficio por un romance o una violenta seducción. Con sólo verla, el obispo Nonno quedó enamorado de Pelagia: “deberíamos volvernos pupilos de esa mujer lasciva”. También conocida como Marganito, se convirtió en el monje Pelagios y no se supo si era mujer, trans o eunuco hasta su muerte.

María Magdalena era de familia noble y se casó con Juan Evangelista. En honor de ellos se celebraron las bodas de Caná y en ese ágape el novio decidió abandonarla para seguir a Jesús. Despechada y resentida, "se volvió una prostituta común". Si, como sugirió monseñor Córdoba, algunos apóstoles pudieron ser gays, ese rompimiento fue una salida del armario in extremis con el consecuente desenfreno carnal de la damnificada, que bien pudo incluir mujeres.

La literatura cristiana sobre prostitutas es interesante no solo por el contenido sino por su auditorio inicial. Los lectores eran atormentados religiosos que luchaban en los monasterios por mantener sus votos de castidad. En esa curiosa mezcla de erotismo con manual de superación, casi siempre había un monje que, haciéndose pasar por cliente, averiguaba morbosamente el pasado de la pecadora para salvarla. No es la única minoría sexual sobre la cual debe haber testimonios detallados.

Los ataques iniciales del cristianismo a los homosexuales fueron parte de una campaña contra la promiscuidad de los poderosos con hombres y mujeres jóvenes. Dos condenados a muerte por homosexualidad bajo Justiniano en el año 521 eran obispos. Ese emperador, casado con la antigua prostituta Teodora, cerró burdeles y persiguió el comercio venal. La pederastia, cuya condena dependía del testimonio de un esclavo o sirviente, acabó siendo utilizada para hundir enemigos políticos. Pero originalmente se consideró que los adolescentes, iniciados en prácticas homosexuales con adultos desde los diez años, debían ser protegidos. Juan Crisóstomo recomendó confiar su educación a los monjes, pensando ingenuamente que así erradicaría los abusos. Basilio de Nisa ordenó para los religiosos responsables de "comportamientos inadecuados" las mismas penas de los adúlteros. Siendo faltas equivalentes, igual castigo recibían las prostitutas que enfrentaban una dura competencia: "las visitan con tan poca vergüenza como frecuentan a otros jóvenes... Podemos temer que las mujeres se volverán inútiles si en todos sus oficios son reemplazadas por hombres jóvenes" anotaba Crisóstomo. Sólo varios siglos después la prostitución se consideró un mal menor que ayudaba a prevenir, entre otros pecados, la homosexualidad. Colin Spencer, historiador gay, anota que fue una élite minoritaria la que estigmatizó el amor homosexual adulto por razones misteriosas, hasta histéricas. El mismo San Agustín, promiscuo convertido en predicador acérrimo de la castidad, confesó su amor por un hombre.

Si el activismo gay algún día revisa escritos cristianos, en los que hay hasta matrimonios homosexuales, tendrá que abordar el espinoso tema de la promiscuidad. Con la Iglesia, el asunto no será complicado: Magdalena, Pelagia, Thais y muchas otras que se acostaban con cualquiera fueron asimiladas. Monseñor Córdoba retomó la recomendación milenaria de redimir la lujuria con el matrimonio. Pero enemigos de verdad, como el VIH, no condonan la irresponsabilidad y el desenfreno sexuales. Continúa.
 

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