A propósito de la consulta en Cajamarca

Augusto Trujillo Muñoz
24 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

La democracia de participación supone que el ciudadano interviene en la toma de las decisiones que lo afectan. Su desarrollo no ha sido fácil en Colombia, porque la cultura institucional sigue respondiendo a los dictados de la Constitución anterior.

En asuntos de carácter minero-energético los poderes centrales —el Congreso de la República, el Gobierno nacional y la Corte Constitucional— han dictado leyes, decretos y sentencias en desarrollo de viejas normas según las cuales el subsuelo es de la nación. Tales normas se corresponden, además, con una centenaria cultura jurídica y política.

Ahora surgen problemas porque esas normas ya no existen, pero la cultura institucional sigue siendo la misma. La Constitución establece que el subsuelo es del Estado, no de la nación. Y el municipio también es Estado. No solo es Estado. Además es su entidad fundamental. En estos últimos años la Corte se ha abierto un poco a interpretaciones más consecuentes con los principios constitucionales en materia de participación y, enhorabuena, se están abriendo también los canales propios de las consultas populares.

Los problemas del subsuelo son también problema del suelo. Como en El Mercader de Venecia, es imposible pensar en una cirugía de corazón sin derramar una gota de sangre. Lo que hay aquí es, básicamente, un problema de instituciones. El país atraviesa por una crisis de gobernabilidad territorial que no se supera sin cambios en el diseño institucional, consultando por supuesto los intereses de la gente.

Desde los acuerdos de La Habana se habla de paz territorial pero no está claro aún su significado ni el alcance que el Gobierno le otorga al concepto. En cualquier caso, es muy difícil resolver con normas homogéneas, dictadas desde Bogotá para todo el país, las complejidades propias de unos entes territoriales con intereses distintos e incluso contrapuestos. En una sociedad tan diversa, excluyente y plural como la colombiana, estos conflictos solo se resuelven ampliando espacios democráticos. Es preciso tomar en serio el pluralismo político, el pluralismo jurídico, la autonomía territorial y la participación ciudadana.

Así lo consignaron, en forma expresa, los Constituyentes del 91 pero, también en forma expresa, lo desconocieron los voceros de las instituciones que crearon. Desde Bogotá se apuesta por el desarrollo minero y desde los municipios por la defensa del ambiente. Esa es una falsa dicotomía que, por desgracia, todo el mundo estimula. El Gobierno nacional, la industria extractiva, las empresas y gremios del sector, las comunidades locales, los actores vinculados con la explotación minera necesitan encontrar vasos comunicantes y, sobre todo, puntos de contacto que permitan viabilizar soluciones comunes. Si se saben enfocar y desarrollar los proyectos, oro o petróleo y agua o sostenibilidad no resultan excluyentes.

Habrá que esperar el resultado de la consulta del próximo domingo en Cajamarca y sus desarrollos ulteriores. Profeso afecto especial por ese municipio tolimense. Su cañón del río Anaime —despensa agrícola del centro del país— es la tierra de mis mayores. Quisiera pensar que a sus ciudadanos les resulta caro un consenso social. Por desgracia el suceso característico de la minería en Colombia ha sido polarizante y conflictivo. Es el suceso propio de una minería de enclave. El cofrade Alfonso Palacio Rudas solía decir que, históricamente, ha dejado en su balance final un sabor a despojo. Pero también insistía en que eso obedece a la ausencia de instituciones inclusivas, concurrentes en sus propósitos y capaces de manejar situaciones que, en países como Canadá o Chile para no ir más allá del continente, tenían desarrollos positivos.

Entiendo que en los municipios aledaños a Tota, en Boyacá, se registran problemas semejantes. Incluso peores. La laguna se está muriendo. Pero la responsabilidad de ese desastre no es del sector extractivo sino de la agricultura. Cada día hay más cebolla invadiendo terrenos de la laguna y más contaminación del agua por los fertilizantes. Por lo mismo hay menos agua. Sobre todo no hay recursos económicos para rehabilitar el espacio lacustre que adorna uno de los paisajes más hermosos de Colombia.

También hay un proyecto petrolero que puede acabar de sepultar lo que aún queda de laguna o, eventualmente, ser una fuente de recursos para recuperarla. Basta mirar la situación con una responsabilidad suficiente para buscar equilibrios en medio de unas fronteras tan imprecisas y sensibles a cualquier tipo de presiones. Por supuesto, no es fácil. Pero si tuviéramos instituciones y cultura inclusivas, la misma industria podría garantizar que en los municipios productores, después de agotadas sus reservas, se logre una calidad de vida superior a la que se tenía antes de iniciarse el proyecto respectivo. Si en lugar de ayudar a construir un consenso, las instituciones permiten que se incube un conflicto, mañana cualquier región se podrá quedar sin agua y, además, sin petróleo. Semejante escenario no tiene sentido.

*Exsenador, profesor universitario. @inefable1

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar