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Puntos ciegos

María Teresa Ronderos
25 de octubre de 2012 - 11:17 p. m.

Lo más difícil de digerir del proceso de paz entre el gobierno Santos y la guerrilla de las Farc es lo más obvio: que se trata de una negociación entre enemigos, Estado y guerrilla, y que ella parte de la convicción mutua de que vale la pena intentar ponerle fin a un conflicto doloroso, costoso y sin final previsible, por medio del diálogo, porque eso ahorrará años de sufrimiento y de atraso social y económico.

Como nos cuesta asimilar esta premisa básica, esperábamos que, para empezar, las Farc se mostraran más arrepentidas y pacifistas. De ahí la avalancha de críticas al discurso de Iván Márquez en Oslo, casi todas del mismo corte: “¡Qué tipo soberbio!, nosotros queriendo tratarlos por las buenas y ellos tan poco agradecidos”.

Justificamos plenamente, en cambio, que el Gobierno persista en su tono guerrerista, aunque esté sentado a los manteles de la paz. Es más, le exigimos que no desista de su ofensiva militar, no va y sea que los guerrilleros aprovechen la buena índole oficial para retomar sus territorios perdidos. ¿Por qué si el Gobierno habla duro, no consideramos que eso signifique que no quiere la paz, y en cambio sí lo pensamos de las Farc cuando hacen lo mismo?

Creo que la lectura del discurso del vocero principal de las Farc como el desinfle de la paz es equivocada. Al igual que Santos, comandante en jefe del Ejército, Márquez, quien es segundo al mando de esa guerrilla, no puede transmitirles a sus filas señales de debilidad. Él es entre su gente un hábil estratega militar y un político popular; y de él esperan que haga valer el medio siglo de combate por una causa. Ni Márquez, ni ninguno, puede salirse demasiado de este libreto escrito con sangre, porque es gracias a ese discurso, repetido en cada frente, que se han mantenido unidos bajo una sola bandera, aun cuando hayan perdido la mitad de sus jefes y de su tropa.

Las palabras retadoras de Márquez intentan, asimismo, impregnarle algún sentido de dignidad guerrera a la tercera generación de farianos más motivada por el dinero fácil de la coca y el oro que por los ideales de revolución. Tiene que evitar que una paz eventual rompa en pedazos la organización que la guerra ha mantenido cohesionada.

Desde nuestro lado se ve como cinismo puro la incapacidad de las Farc para reconocer que los secuestros, los fusilamientos, las desapariciones, el reclutamiento de niños y niñas, las minas antipersona y los cilindros explosivos no han sido errores, ni excesos, sino la moneda corriente de su lucha. Pero cuando ellos miran por el retrovisor de la historia, se ven a sí mismos como el ejército de los marginados. Las víctimas son, en su lógica, los efectos colaterales de una guerra justa de los débiles contra el todopoderoso Establecimiento.

Más constructivo que escandalizarnos con los discursos públicos de las Farc es entonces entender de qué lógicas internas salen. Y mientras que las negociaciones avanzan, reconocer que de nuestro lado también hay un gran punto ciego: que los poderes legales han recurrido —y aún recurren— a la violencia ilegal como arma de la política. Ahí están como pruebas fehacientes la barbarie paramilitar, los miles de asesinatos a los líderes políticos y sociales, y las persecuciones a los campesinos que claman su derecho a la tierra usurpada.

Podremos acompañar mejor este delicado proceso si no olvidamos que lo que busca es proscribir para siempre en Colombia el uso de la violencia criminal y del terror como armas de la política y que eso valga para todos: guerrilla por supuesto, pero también Estado y grupos de poder.

 

 

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