Puro populismo

Alvaro Forero Tascón
17 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

La tesis del Estado de opinión es un intento burdo para esconder el populismo, o para darle respetabilidad.

Lo increíble es que funciona, no solo entre los seguidores manipulados, sino entre quienes no llaman al populismo por su nombre por temor o ceguera, o simplemente por incomprensión de un concepto que aunque es confuso, se entiende instintivamente cuando se tiene de frente. Sobretodo cuando se plantea que el Estado de opinión está por encima del Estado de derecho, que es precisamente el diseño concebido por la humanidad para atajar a los autoritaristas que se toman el Estado por la fuerza de las armas o de populismo. Los primeros destruyen la democracia desde afuera, y los populistas la devoran desde adentro, utilizando los instrumentos de la propia democracia (elecciones, referendos) para reducirla primero y someterla después. Esa es la diferencia entre el fascismo y el populismo: el primero destruye la democracia y el segundo la utiliza, pero ambos son formas de autoritarismo porque terminan en la imposición de la voluntad de un dictador o un caudillo. Brutal el primero, impostor el segundo.

Luego de obtener el poder, el autoritarismo busca neutralizar a las cortes porque estas tienen la obligación de ponerle límites, de defender la democracia frente a los abusos autoritarios. El autoritarismo no puede convivir con una justicia independiente cuya razón de ser es defender las instituciones y los derechos ciudadanos que aquel necesita conculcar para ampliar su poder. Así como el autoritarismo no puede convivir con los constreñimientos que le imponen los jueces, la justicia no puede impartirse en medio de las limitaciones que le impone el autoritarista. El autoritarismo coopta siempre a las cortes porque no puede cerrarlas, a diferencia de los congresos, que el dictador tiende a desmontar y el populista a reducir.

Hay populismo de derecha y de izquierda, pero tarde o temprano ambos tienden al autoritarismo. Mientras que el de izquierda generalmente ofrece beneficios económicos, el de derecha ofrece autoridad. Especialmente autoridad para el nacionalismo, contra enemigos militares, económicos, religiosos y étnicos. Internos o externos. Sin embargo, el populista moderno combina las ofertas de autoridad con las económicas porque la ausencia de principios se lo permite y la complejidad de los problemas actuales lo requiere. El populismo es una forma de búsqueda de poder y la principal fortaleza del populista es su falta de límites.

Hay diferentes definiciones de populismo, inclusive algunas de origen latinoamericano que lo exaltan como la manera de explicitar las contradicciones sociales para resolverlas en favor de las mayorías reprimidas. Pero el populismo contemporáneo puede entenderse mejor como una manera de dividir a la sociedad en dos partes, élites corruptas y pueblo puro, en que el populista (caudillo o partido) dice encarnar a ese pueblo para reivindicarlo frente a las élites económicas o políticas. El problema es que esa división de la sociedad, aunque útil para aprovechar la rabia de sectores maltratados por la democracia, es artificial y destructiva. Porque no existe un solo pueblo, y menos uno puro, ajeno a los defectos y errores de su sociedad. Las promesas populistas son soluciones fáciles para problemas difíciles, y casi siempre generan graves daños colaterales. Caricaturizan a la sociedad y llevan todo al terreno de las pasiones.

Pero hay una gran diferencia hoy con el “Estado de opinión” de Alvaro Uribe de hace diez años. Ya no existe porque el uribismo hoy no tiene las mayorías. Se vió en las elecciones parlamentarias y en la primera vuelta. Lo que busca desesperadamente el expresidente es recrearlas artificialmente. Pero olvida que para ganar, su partido minoritario tuvo que recurrir a un candidato no populista que aprovechara el miedo al populismo de izquierda que engendró la oposición populista al proceso de paz.

 

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