¿Que roben pero que hagan?

Ignacio Zuleta Ll.
02 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.

La corrupción se fermenta y ese trago es veneno para el alma individual y en consecuencia para la sociedad que conformamos. El desconcierto ante este mal es tan dilatado que amigos que usualmente actúan al derecho ya comienzan a decir de los políticos: “Que roben, pero que hagan”.

La corrupción, sin embargo, es un virus insidioso. Su presencia se va haciendo una parte normal del cuerpo social, ya sin defensas: se incorpora, se naturaliza y por último se enquista sin remedio; hasta que mata al paciente. El mal afecta la vista, que se vuelve gorda y desconfiada; pervierte el lenguaje, que se torna ambiguo; engrasa las manos para que se deslicen por ellas los sobornos; abre las agallas de los peces grandes. Lo resume Roa Bastos: “El poder de infección de la corrupción es más letal que el de las pestes”.

Que los políticos sean corruptos no es una novedad: ese bacilo es inherente al poder y el sistema económico está montado sobre bases perversas. Pero que el ciudadano del común se corrompa es grave pues ¿cómo combatirá después contra algo que ya ni siquiera sabe que existe? Así se perpetúa el mal en el excipiente dulzón de una ignorancia inoculada o voluntaria. Legitimar entonces el “roben pero hagan” no es una costumbre muy higiénica pues acabamos formando parte de lo mismo.

La podredumbre es engañosa, astuta, y las pequeñas corrupciones son la cepa. Hasta hace no mucho aquí se predicaba con el ejemplo de padres y maestros. ¿Pero qué podemos esperar si la conducta de los modelos es torcida, si el papá soborna al policía y el maestro se deja sobornar para que el muchachito pase al año? El problema hace rato no es ya ni siquiera de moral, sino de destrucción paulatina del ideal de sociedad justa y amable: si hay corrupción con los tributos que pagamos con la esperanza de ver una mejor salud, una educación decorosa, una infraestructura mínima para intercambio de bienes y servicios, entonces la pobreza empieza a hacernos mella y la desesperanza se instala amangualada con la rabia: los colombianos hemos visto cómo su resultado es la violencia, la imposición de la ley del más corrupto, del más “duro”, y el desamparo de una porción de humanidad que preferiría pasar en paz sus días en la tierra.

Un antídoto para contrarrestar la peste —aparte de negarse a las casi imperceptibles corrupciones cotidianas— está en el cultivo de virtudes como el famoso ubuntu del que hablaba Mandela. Recordar que todos estamos unidos de formas invisibles para el ojo, que conformamos un todo inseparable, nos hace responsables por el otro (porque somos el otro). En recompensa, seremos a la vez cobijados por la tribu. La juventud despierta acabará entendiendo que, como la peste carga en ella el germen de su propia destrucción, su bienestar material y espiritual se verá perjudicado. Sonará a sueño, pero en estos momentos es imprescindible elevar el rasero de los ideales para retornar al cauce de una humanidad menos mezquina y egoísta. No es imposible, y si lo fuera, bien valdría la pena vivir con ese anhelo para llegar incólumes a la otra orilla.

 

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