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Quién manda a quién

Javier Moreno
07 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

No hace muchos años programar era la única manera de interactuar con un computador.

A medida que las máquinas evolucionaron, la interacción entre los usuarios y los computadores cambió. Con mínima resistencia, los productores de computadores personales en asocio con compañías de software están reduciendo la posibilidad de programarlos a voluntad.

El ejemplo más extremo de esta tendencia son las tabletas y dispositivos móviles de Apple: toda aplicación que se ejecuta en estos aparatos debe ser autorizada por la compañía.

Por supuesto hay maneras de violar estas restricciones, pero su sola existencia amplía la distancia entre el usuario y el control de su máquina. Cada vez estamos más a merced de los programas que usamos y las compañías que los desarrollan. Aceptamos rutinariamente limitaciones arbitrarias excusándolas como requisitos del sistema.

Por ignorar el lenguaje de la máquinas nos estamos convirtiendo en sus esclavos.

Y esto pasa al mismo tiempo que todo lo concebible (desde las relaciones sociales hasta los hábitos de consumo, pasando por transacciones financieras y la producción artística) es digitalizado. El espectro de acción potencial de un programa de computador nunca ha sido tan grande. Continuará creciendo.

La contradicción es evidente: la llamada “sociedad de la información” sabe consumirla pero cada vez está peor capacitada para procesarla.

Si fuéramos consecuentes con el nivel de desarrollo tecnológico actual, la programación debería estar junto a leer y escribir en el pénsum básico escolar. En lugar de esto, restringimos su aprendizaje y práctica hasta convertirla en conocimiento de expertos.

Por fortuna, ahora abundan tutoriales y sistemas de enseñanza en línea para aprender a programar (con el software libre como gran muestrario de ejemplos y evidencia de la posibilidad de otros paradigmas), pero este no es el tipo de labor que deberíamos dejar en manos de la buena voluntad de benefactores esporádicos.

 

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