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Racismo oculto

Klaus Ziegler
30 de septiembre de 2010 - 04:18 a. m.

Durante siglos existieron en España los llamados “Estatutos de limpieza de sangre”, mecanismos de discriminación que prohibían a las minorías conversas desempeñar oficios públicos, pertenecer a órdenes militares o religiosas o tener acceso a la educación superior sin especial permiso de la Corona.

Las demostraciones de “pureza de sangre” requerían pruebas de ser “cristiano por los cuatro costados”, y descendiente de “cristiano viejo”, término usado para denotar al segmento mayoritario de la población de España y Portugal. Con frecuencia, y a modo de demostración de pureza, se acostumbraba desnudar el brazo para mostrar que podían verse las venas bajo la piel traslúcida, prueba del ancestro hispánico puro, de “sangre azul”, sin mezcla alguna con gentes de piel oscura.

Si bien estas y otras formas oprobiosas de discriminación, como el ignominioso sistema de castas durante la colonia, hayan desaparecido de las legislaciones de los países de Iberoamérica, aun persiste enquistado en la cultura una forma oculta de racismo, aunque más benigno, no obstante vivo y activo en la sociedad. Una muestra patente de este racismo vergonzante es la obsesión que existe entre las clases altas por quererse identificar con descendientes de europeos, y su preocupación por esconder cualquier rastro de mestizaje. En muchas familias tradicionales, las antiguas reclamaciones de pureza racial han sido reemplazadas por la exigencia de llevar “buenos apellidos”, supuesta evidencia del noble abolengo y fino pedigrí del individuo.

La idea de una raza antioqueña descendiente de vascos y judíos que explicaría el supuesto carácter negociante y emprendedor del antioqueño es uno de los mitos con tintes racistas que aun perduran en la sociedad colombiana. La especulación es recurrente en escritores antioqueños como José Guillermo Ánjel, Daniel Mesa Bernal y Fernando González –cuyos prejuicios y desvaríos racistas han sido elevados por sus epígonos a la categoría de alta filosofía–.

Dejando de lado estas ficciones, los estudios genéticos muestran que el 90% del ancestro materno de los antioqueños es indígena, específicamente igual al de la población embera, lo cual es explicable, ya que los hombres europeos que llegaron tras los conquistadores se mezclaron con mujeres indígenas, o con mestizas descendientes de estas, manteniendo el ancestro femenino nativo –ADN mitocondrial– intacto durante siglos. En cuanto al cromosoma Y, se encontró lo opuesto: sólo el 1% de los linajes paternos son de origen indígena, 5% proviene de poblaciones africanas, mientras que el 94% procede de europeos. La investigación mostró además la existencia de linajes sefarditas en un 17% de la población.

Estos y otros estudios confirman que un gran número de aquellas personas de alcurnia que se refieren a sí mismas como “blancos”, para diferenciarse de las clases más proletarias a las que peyorativamente llaman “negritos”, poseerían también un alto grado de mestizaje. Y no hay que ser genetista para observar lo baladí que resulta ser este tipo de distinciones, cuando es común que en una misma familia algunos de los hijos tengan piel blanca y aspecto europeo, mientras que otros pueden ser de semblante más oscuro o conservar algunas trazas de rasgos indígenas o negroides. Y si dos hermanos no son de una misma “raza”, ¿qué realidad puede tener el concepto?

Una persona de tez blanca y otra de tez morena no son más distintas entre sí que dos individuos, uno capaz de enrollar la lengua en “U”, y otro al que le resulta imposible. En ambos casos un conjunto relativamente pequeño de genes determinan dicha característica. Sin embargo, en el primer caso la diferencia es visible, y útil como instrumento de discriminación, mientras que en el segundo caso es inconsecuente, excepto si el silbido potente fuese signo de hidalguía.

En 1975, el biólogo Richard Lewontin mostró que más de un 85% de la diversidad genética humana se presenta entre individuos de una misma “raza”, y sólo un 6% entre individuos de “razas” diferentes, de ahí que dos alemanes pueden ser tan diferentes entre sí como un alemán y un embera. No obstante, hay genetistas como Anthony Edwards que han desestimado la metodología usada por Lewontin para medir distancias entre poblaciones, por considerarla demasiado burda (Lewontin no tiene la mejor reputación a la hora de separar sus prejuicios y opiniones políticas de su trabajo científico). Según Edwards, es posible encontrar distancias genéticas significativas entre los distintos grupos humanos, lo que indicaría que las diferencias raciales podrían ser más que melanina en la epidermis.

Existan o no las razas, el racismo soterrado como fenómeno social es en buena medida un vestigio de los viejos estatutos racistas españoles, y un legado de las políticas discriminatorias de la sociedad colonial y su infame sistema de castas fundamentado en la desigualdad étnica. La relación post-facto (y no causa-efecto) entre pertenecer a una “raza” y hacer parte de una determinada clase social se cuenta, sin duda, entre las ideas más perniciosas que se resisten a desaparecer de la cultura popular.

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