Recuperar la decencia

Juan Gabriel Vásquez
17 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Esta semana supieron los colombianos lo que muchos hemos sabido durante mucho tiempo: que Uribe siempre puede caer más bajo. La calumnia despreciable que lanzó contra Daniel Samper Ospina en su cuenta de Twitter (esa cloaca, ese prontuario de falsedades) es la más reciente prueba de su infamia, de su extravío moral y de su obscena convicción de estar más allá de las leyes que nos gobiernan a los demás. Es la más reciente, digo, pero mucho me temo que no será la última, pues ahí está ese país que lo jalona y lo admira, que se hace eco de cada una de sus mentiras y mira para el otro lado con cada uno de sus excesos, como si el aire que envenena Uribe no fuera el mismo que respiramos todos. La realidad triste es que hay dos países en el nuestro. Hay uno que se esfuerza por intentar la reconciliación y otro que vive de atizar los odios; hay uno que está tratando de que no haya más muertos y otro que se alimenta de ellos; hay uno, finalmente, que está dispuesto a un debate político duro e incluso hostil, pero siempre dentro de principios mínimos de convivencia. Del otro lado se ha puesto Uribe.

Después de trinos como el que atacó a un periodista crítico, ya es hora de que el uribismo de a pie revise sus lealtades: pues se puede hacer oposición al Gobierno, se puede hacer incluso crítica feroz de los acuerdos de paz, sin ser cómplices de esta violencia, estas calumnias y este matoneo. Porque la impunidad con que Uribe se salta las reglas mínimas de la decencia, la impunidad con que ensucia reputaciones e intenta destruir vidas honestas, se la dan los ciudadanos: y los ciudadanos pueden quitársela. En estos días se preguntaba la revista Semana por las razones de la podredumbre moral que atraviesa el país. Pues bien, una de las razones está ahí, en el trino de Uribe: está podrido un país donde eso, llamar violador de niños a un periodista que lo ha criticado a uno, se puede hacer sin que pase nada. Y no me refiero a lo que pase en los juzgados, sino a lo que pasa en eso que llamamos la escena pública. El repudio que merece el trino de marras no tiene, no debería tener, color político: nos hace daño a todos, a todos sin distinción, porque convierte en permisibles comportamientos que no deberían nunca serlo.

Ojalá el uribismo se diera cuenta de que no condenar estos excesos los deja mal parados, o parados en el lado equivocado de la cordura, la responsabilidad y la decencia; y, sobre todo, los descalifica para llevar las riendas del país. Tenga uno las ideas que tenga, deberíamos todos estar de acuerdo en que estamos pasando por un momento crítico y necesitamos hablar mucho de muchos temas importantes, y esa discusión debería ocurrir en un lugar donde no se puedan decir cosas como las que dice Uribe y condona su partido. Hay muchas maneras de hacer oposición desde la derecha, pero una de ellas no debería ser la difamación, que siempre dice más de quien la hace que de quien la sufre. Recuperemos ese consenso, rechacemos lo que cualquier persona de bien rechazaría, y habremos comenzado por el buen camino.

 

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