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Repensar nuestro derecho

Juan Francisco Ortega
26 de diciembre de 2014 - 02:28 a. m.

Me ocurrió hace unas semanas en la espera del vuelo que me llevaría a Madrid. Algo similar, un mes antes, en un vuelo a Nueva York.

Esporádicamente en mis habituales vuelos a México. Los personajes sueles ser siempre los mismos. Jóvenes, desaliñados, animados. Desde el control de seguridad se hacen notar. No obedecen las indicaciones dadas, se cuelan en la fila, vacilan al personal de seguridad –que sólo hace su trabajo- y demoran la entrada del resto de los pasajeros. Una vez en la sala de espera, se quitan los zapatos, ocupan varios puestos, ponen música con el celular y, finalmente, cuando son reprendidos por el personal de la aerolínea, no sólo se ríen de ellos abiertamente sino que se jactan de que no hacen nada malo. En alguna ocasión, la propia policía les reprende y la actitud suele ser la misma. Cero temor, mil risas. Recuerdo la respuesta al policía: “Fresquiao hermano que no soy un criminal”. No obstante, nada más aterrizar en España o EEUU el personaje se transforma. Sus modales son correctos, respetan sus turnos en la fila, el trato con la policía norteamericana o española es impecable. Sí, señor; no señor. El “fresquiao” en el cajón del olvido.

Este suceso, una mera anécdota de lo que pasa en el país, nos sirve de excusa para una pregunta: ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué esa diferencia en el comportamiento de las mismas personas sólo con cambiar de país? La respuesta sólo es una: La fuerza efectiva de la ley.

Si se le pregunta a un ciudadano medio acerca de su opinión por la justicia en Colombia es más que probable que su respuesta sea, sencillamente, que no cree en ella. Y eso, en un país del que, comúnmente, se dice que es un país de abogados. Desde la fundación del Estado Colombiano, Francisco de Paula Santander nos enseñó aquello de “Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. En este momento, lo primero es evidente y lo segundo discutible. Colombia tiene un ordenamiento jurídico tan complejo y detallado que parece diseñado para un estado ideal alejado de cualquier aproximación a la realidad. Su aplicación práctica parece imposible. El servicio público de justicia –no olvidemos que no sólo es un poder del Estado sino también un servicio público- es altamente ineficaz y demorado. Desde los juzgados sobrecargados de procesos hasta funcionarios públicos mal pagados y atemorizados por el siempre presente temor del proceso disciplinario, múltiples son las causas que hacen que su funcionamiento no sea óptimo.

En muchos casos, el legislador colombiano parece legislar generalmente desde un estado de abstracción tan elevado que su aplicación con la realidad, simplemente, no encaja. Además, la legislación se genera, no siempre partiendo de un conocimiento científico de la realidad, sino de determinados dogmas a los que se atribuyen efectos milagrosos. Da la sensación que, para el legislador nacional, la cárcel es la solución a todos los problemas y su promulgación tiene un efecto mágico. De los delitos contra la propiedad intelectual –vigentes en el Código Penal- hasta la aplicación penal contra los conductores borrachos, vemos que los delitos se siguen produciendo y que ley raramente se aplica. Y este es el punto clave: La inaplicación de la ley.

Y esta inaplicación es evidente y palpable. Es una opinión generalizada entre los abogados litigantes en Colombia, como el mentir abiertamente en los procesos con la finalidad de engañar al juez, a pesar de existir los delitos de fraude procesal y falso testimonio, es una realidad ante la que la mayoría de los implicados no siente temor alguno. Aunque se demuestren las falsedades, el riesgo de ser condenado es extraordinariamente bajo. En EEUU o Europa, el riesgo es altísimo porque la ley se aplica. Lo mismo ocurre en muchos ámbitos. Por poner un solo ejemplo. ¿Sabían ustedes que la legislación sanitaria que se debe cumplir en Bogotá para vender comida de manera ambulante es, por ejemplo, mucho más estricta que en Nueva York? ¿Creen ustedes que alguien la cumple? ¿Creen ustedes que algo sucede si no es así? Por supuesto que no.

Esperemos que la Reforma de la Justicia cambie esta triste realidad del país. De no ser así, si un testigo bajo juramento no tiene temor alguno en declarar en falso ante un tribunal de justicia aunque sea un delito grave, ¿por qué iba temer algo un niñato pendenciero en una sala de espera de un aeropuerto si, en el fondo, no comete ningún delito? Lo terrible del asunto es que, la ciudadanía, se escandaliza de lo segundo pero no de lo primero. No debemos resignarnos. Definitivamente, debemos repensar nuestro derecho.

 

@jfod







 

 

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