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Responsabilidad, complicidad, oportunismo

Rodolfo Arango
12 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

El caso de la embajadora en Washington, Carlos Urrutia, ha destapado el capítulo de la responsabilidad general por el conflicto armado en el país.

 La primera reacción al examen colectivo al nivel de involucramiento en la violación masiva de derechos humanos es decir: “fueron otros” o “yo qué tengo que ver en el asunto”. Más de cinco millones y medio de víctimas, cifra documentada por la revista Semana recientemente, no pueden dejar a nadie impasible frente a la toma de conciencia sobre su participación, directa o indirecta, en el conflicto armado.

En la fase del posconflicto será central ventilar abiertamente la asunción de responsabilidad. Esto porque responder por acciones u omisiones propias ante el sufrimiento y la crueldad extendidos es propio de seres humanos reflexivos y dignos. Toda sociedad que ha sufrido los espantos de la guerra debe soportar luego el doloroso autoexamen sin el cual todo puede volver a repetirse. Acusar de resentidos, vengativos o moralistas a quienes piden asumir responsabilidades, en nada ayuda a la construcción un “nosotros” que pueda perdonarse de cara al futuro y emprender empresas comunes superando el resentimiento, la vergüenza, la indignación y la culpa.

En el proceso de autoexamen por lo sucedido es crucial diferenciar tipos y grados de responsabilidad. Jaspers, reconstructor moral de la Alemania de posguerra, distinguía cuatro tipos de culpa: criminal, política, moral y metafísica. Elster, teórico de la justicia transicional en perspectiva histórica comparada, identifica ocho agentes del conflicto según grado de involucramiento: victimarios, víctimas, beneficiarios, colaboradores, miembros de la resistencia y “neutrales”, así como promotores de justicia y saboteadores en el proceso de transición a la democracia.

No es lo mismo sembrar minas, reclutar menores, violar niñas, pagar paramilitares, torturar o desaparecer opositores que aprovechar las circunstancias para enriquecerse ante las ventajas que ofrece el conflicto. No debemos confundir cómplices con oportunistas, por encopetados que sean. Otra cosa es barrer las responsabilidades bajo el tapete o, lo que es más grave, legalizar ilegalidades, como pretende ahora el Gobierno en el Congreso cuando intenta sanear la compra ilegal de tierras a campesinos por parte de empresas nacionales y extranjeras.

La ley, repertorio emocional de la sociedad, puede impedir que beneficiarios del conflicto resulten amparados. Millones de personas en situación de desplazamiento forzado y seis millones de hectáreas despojadas o abandonadas por la violencia y la ausencia de Estado no pueden ser desconocidos por el legislador de una sociedad en tránsito hacia la democracia. Esto porque es necesario garantizar un mínimo de respeto, de responsabilidad colectiva por la situación del otro, con el fin de construir una sociedad justa. No todo daño se arregla con plata y negocios, aunque las penas con pan sean más llevaderas.

Con calma pero con firmeza la población debe llamar a sus dirigentes políticos y sociales a asumir responsabilidades. Negar que funcionarios, empresarios, abogados y ciudadanos se beneficiaron del conflicto, en nada contribuye a la paz. En un país decente, la representación diplomática del país debería quedar en manos de quienes resistieron a la opresión, no de quienes se lucraron de las oportunidades durante el conflicto. A la hora de asumir responsabilidades, no es buena política taparse todos con la cobija del olvido. Podríamos aprovechar la oportunidad histórica de aprender de la dolorosa experiencia que hemos vivido, para así impedir que continúe o se repita.

 

 

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