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Salimos en los billetes pero nos matan

Javier Ortiz Cassiani
28 de junio de 2015 - 02:00 a. m.

Pronto, la alborotada cabellera entrecana y la mandíbula belfa de Andrew Jackson —séptimo presidente en la historia de los Estados Unidos— dejarán de salir en los billetes de 20 dólares.

Su figura será reemplazada por un rostro de mujer negra, con pómulos salientes, mirada intensa y turbante en la cabeza. Se trata de Harriet Tubman, una afroamericana que escapó de la esclavitud y se sumó a la causa abolicionista durante el siglo XIX en la nación norteamericana.
 
Salir en un billete es un homenaje para nada desdeñable. Es, de alguna manera, el reconocimiento a la labor de la persona destacada como pieza fundamental en la construcción de la identidad de un territorio. La certeza de que la figura allí representada reúne la aceptación necesaria para ser asumida por una comunidad que se imagina como nación. Si lo miramos desde la reivindicación social, la elección de Harriet tiene un doble mérito: era mujer y era negra. 
 
La imagen de un negro en un billete colombiano por ahora parece impensable. A menos que se tome como tal el grabado alegórico a la abolición de la esclavitud que aparece en los antiguos billetes de dos mil pesos. A un costado del rostro del Simón Bolívar, se observa la figura del Libertador erguida, que extiende con su mano derecha un pergamino a una mujer negra suplicante con un niño en brazos, mientras abajo, un hombre negro agradecido aparece postrado a sus pies. 
 
Las injusticias no sólo son materiales, también son simbólicas. De modo que el rostro de una mujer negra, luchadora por la igualdad racial y por el voto femenino, en el billete de mayor circulación en los Estados Unidos, tiene todos los méritos. Mucho más en una nación donde hasta hace poco la discriminación de una población para acceder a ciertos lugares era legalmente aceptada. Es una “elección maravillosa”, dijo la Casa Blanca para celebrar su acierto. 
 
Sin embargo, los acontecimientos de los últimos tiempos no dejan mucho espacio para celebrar. Las muertes de Michael Brown y Tamir Rice por policías que dispararon con asombrosa facilidad; la muerte de Eric Garner, un afroamericano corpulento, que murió asfixiado porque los policías que lo tenían sometido con la cabeza contra el cemento, no dejaron de apretar a pesar de que la víctima insistía que no podía respirar; el sometimiento brutal de una menor de 14 años por un policía en un piscina en McKinney (Texas), muestran una situación en extremo difícil. 
 
Para colmo, un hecho aterrador se sumó a todo este panorama de desconsuelo. En Charleston —Carolina del Sur—, un joven blanco disparó el arma que le había reglado su padre contra un grupo de afroamericanos que participaban de un culto religioso. “El tiroteo de Charleston es resultado del racismo institucionalizado, de siglos de deshumanización y de la actual negación de la igualdad de oportunidades económica y política”, dijo consternado el reverendo Jesse Jackson.
 
Quizá no es tiempo de salir en billetes, tal vez lo único que piden es que simplemente los dejen de matar.

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