Salva a mi perro

Lorenzo Madrigal
18 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.

A quienes amamos a los perros nos aterraron ciertas opiniones de Savater, leídas hace unos días. Que los animales no tienen derechos, como no tienen deberes. En consecuencia, interpreté, los humanos sí tendríamos toda clase de derechos sobre ellos y ningún deber.

Que los perros no aman, afirma, que sólo reconocen a quien les da la comida. Miles de ejemplos y no únicamente de locos videos atestiguan el amor de los perros por sus amos y también el de otros animales por los suyos.

A mi perro yo no le doy la comida, pero le doy afecto y me corresponde. Se acoge a mi canto, estrecha su cabeza contra la mía. ¿Qué es esto? No lo sabemos todo del cerebro humano y menos sabemos del cerebro animal, que, en disección, no debe ser muy diferente.

Que haya cráneos más aplastados que otros o que su capacidad sea mayor o menor, nada dice a la ciencia, pues los chips de la inteligencia centellean hasta en los más pequeños insectos. Un zancudo se las arregla para alimentarse, el muy vampiro, de nuestra sangre: conoce la hora y el modo como respiramos al primer sueño y zumba para cerciorarse.

Muchas cosas, que resultaría escatológico describir, son idénticas y existe en el mundo animal un lenguaje propio de cada especie, nunca descifrado, pero comprensible entre ellos, el del temor, el de la alerta, el de la agresión y en el colmo de la adaptación, conocí en casa un perro dóberman que mascullaba el nombre de su amo. Digamos que era bilingüe.

Cierto que el ser humano es un ser superior, pues ha construido —y destruido— el mundo; es verdad que domina con su capacidad de reflexión a los animales más agresivos. Convengo en que no se debe hacer de ello un espectáculo, pero me aparto del tema taurino.

Llevado o no por la revelación divina, creó el hombre para sí, con exclusión de los otros seres, un mundo posterior y sobrenatural de dicha y ventura. Mientras tanto enterramos con dolor y con miedo visceral el cuerpo inerte de nuestros animalitos, no sin lágrimas de nuestros ojos y de los suyos, cuando morían.

¿Dónde reside el alma de nuestros perritos? No se ha encontrado en la masa encefálica de los humanos ese sitio del alma, tan incorpórea como inasible. En la energía, tal vez allí resida, ¿y acaso los perros no son primariamente enérgicos? Sus corrientes eléctricas son más veloces que las nuestras, escuchan mejor, olfatean cuarenta veces más; parece que ven menos y me preocupa un cierto vacío que encuentro en sus ojos sin profundidad, pero ven, vaya si ven.

Repito muchas veces la frase de Vallejo: “son nuestro prójimo”. Señor Dios, salva a mi perro.

 

A propósito, recomiendo el libro reciente de Gustavo Castro Caycedo: Historias humanas de perros y gatos, de delicioso anecdotario (Ediciones B Colombia, 2012).

 

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