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Santos y sombras

Juan David Ochoa
17 de mayo de 2013 - 11:00 p. m.

Ya que el orgullo religioso ha vuelto a hacer de este país otro espectáculo de euforia ante el primer registro histórico de un santo (entre los largos siglos de un catolicismo impuesto y penetrado con la furia del látigo y la espada) y ya que fue el motivo utilizado por la presidencia para hacer de la noticia un comercial nacionalista de virtudes, vale citar, ante la ingenuidad de tanto egocentrismo, ante el folclor de catecúmenos en éxtasis y para decepción de algunos crédulos cercanos al escepticismo, la sospechosa maquinaria con el que el clero hace del nombre de sus ciervos todo un show de misticismo y de sacralidad irrefutable

Dice el Vaticano que un santo es un ungido de dios, un médium entre el lodazal mundano de los hombres y el azul paradisiaco de la gloria. Y dice la Real Academia Española que es un ser perfecto y libre de pecado y culpa. La historia narra su versión, y expone, en cambio, un arsenal de casos truculentos. En la tragicomedia de sus siglos expone una larga sucesión de criminales ungidos por la gracia jerárquica del vaticano o por el mismo índice papal.  Y entre la larga corriente de las sombras aparece el docto idolatrado por el fanatismo, Agustín de Hipona, el teólogo de los teólogos, misógino indomable y defensor acérrimo de la tortura sobre el fuego, atizador de hogueras y venganzas, promotor de la idea que amenaza con el fallo infernal a quienes no se encuentren bautizados en su religión de mártires.  Aparece el  santo Pio V, pirómano papal del siglo XVI, comisario general de la inquisición Romana, elevado a los altares de la canonización por Clemente VI, perseguidor del jansenismo, y de los chinos, y de los turcos, y de todo olor cercano a ideologías extrañas y a culturas opuestas.  Aparece  el propuesto por  Ratzinger, el próximo beato Pablo VI,  íntimo amigo de la Cosa Nostra y de Michele Sindona, el banquero de la mafia al que acudió para esconder la celestial fortuna Vaticana perseguida por el fisco. 

Pero entre todas las sombras de esta historia de santos, la que aparece al final, en el altar más elevado y luminoso de esta historia enferma, aparece José María Escrivá, máximo señor del Opus Dei; la fuerza más violenta y radical del ya violento y radical catolicismo. Canonizado desde octubre del 2002, representa la mayor contradicción ante el concepto definido por la Real Academia Española y por el Vaticano. No fue un hombre caracterizado precisamente por su benevolencia y por su sacrificio. Engreído y arrogante, coparticipe en las aulas del franquismo en la España del subyugamiento, opositor de las reformas que intentaban acercar el tacto de las jerarquías con las masas, suntuoso y opulento y protector del latín como  única lengua entre las homilías y las ceremonias, para que nadie  entendiera o juzgara las incongruencias de los hombres con ínfulas de dios, para que toda la ignorancia entre el vacío de los dos idiomas les acolitara siempre sus excesos.

Toda la historia del catolicismo es sospechosa. Lo son, incluso, los santos más decentes y apacibles. Pero el soporte de su santidad, radicada en el milagro, también se cae por el simple peso de la lógica. ¿Por qué los miles de piadosos incurables que rezaron a la madre Laura con la misma intensidad de los salvados,  se murieron? ¿Por qué solo unos cuantos se curaron?  ¿Por qué el milagro discrimina y se revuelve en ese azar de despreciados y elegidos? Nadie responde. Nadie lo sabe. El absurdo no tiene explicaciones.

 

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