Se les acabó la fiesta

Juan Manuel Ospina
29 de enero de 2014 - 11:00 p. m.

El domingo, los conservadores de a pie hablaron duro y claro, para recordarles a los parlamentarios que el Partido son los ciudadanos, los electores, y no ellos, los elegidos, como lo afirmó el Senador Gerlein en declaraciones a El Nuevo Siglo. No les revocaron el mandato, pero si les notificaron que “se les acabó la fiesta”.

Fue la consumación de la crisis de una dirigencia  que no pudo o quiso ver  más allá del 1’200.000 colombianos que conforman  su  electorado cautivo (“la clientela”), olvidando a los más de dos millones, el “ejército de reserva” de sus posibles  militantes o electores,   que hoy escampan su soledad y su marginamiento político en otros partidos o han engrosado las filas de los escépticos, de los “sin partido”, pero que no pierden la esperanza de “volver a tener partido”. Para ponerlo al día con el país de hoy, marcado por la eminencia de la gigantesca tarea de transición del  tiempo del postconflicto, para el cual  el país no se ha preparado, empezando por los partidos y movimientos políticos.

A la Convención los conservadores de a pie, más numerosos y libres de lo que esperaban los congresistas, llegaron decididos a reclamar  lo que es suyo: el Partido, para  recuperarlo del control monopólico de unos congresistas que fungen  como  sus dirigentes. Sencillamente quieren  recuperarle su carácter de organización  abierta, nacional, democrática y pluriclasista   que le ponga fin al exclusivo  club  de parlamentarios en que se convirtió, dedicado a  atenderlos en sus necesidades.

 La reacción de la base, espontánea y sentida,  cogió de sorpresa a los congresistas.  No se percataron o valoraron  una realidad fundamental que había detectado el presidente del Directorio Nacional, Omar Yepes en su recorrido por el país: el divorcio creciente entre los parlamentarios adocenados en el poder y  beneficiándose de él, y un pueblo conservador que quiere volver a tener un partido que merezca ese nombre, y para ello  empezar  por  tener  un candidato presidencial propio, “aunque sea para que nos derroten” como me dijo un copartidario en la Convención. Esa aspiración expresa  la esencia de la democracia. Los conservadores dieron el domingo ejemplo de querer sacudirse años de complacencia e intrascendencia política. Lo refrendaron además al escoger, por segunda vez, a una mujer como su candidata presidencial. Ya lo habían hecho con Noemi Sanin cuando derrotó a Andrés Felipe Arias.

Viene ahora lo difícil y es garantizar que la acción y la confianza ciudadana en el partido (y en la política) trascienda  al electorado cautivo de los jefes–caciques regionales, ay sea capaz de  abrirse a los cientos de miles de  conservadores y de colombianos desengañados con  la política  y  con unos  políticos que la han mangoneado a su antojo.  Esa posibilidad la  percibió la mayoría de los convencionistas  que el domingo vieron una luz de esperanza, de cambio, y   no vacilaron en proclamarlo  con entusiasmo y decisión.

La candidata de la Convención, Marta Lucía Ramírez parece entenderlo así. Su propósito, su quijotada si se quiere, es no caer en el estéril esfuerzo  de pretender arrebatarle los votantes a los congresistas. Convocar, movilizar mejor a tantos desencantados que quieren volver a creer, que reclaman  respeto  y  ser  tenidos  en cuenta. Para ello debe  presentarles  una propuesta de interés nacional, que se ubique en un centro político realista y responsable. Centro  al cual  Álvaro Uribe como buen político que ya entiende que  la gente  empieza a mirar  más a la paz que a la guerra, estará obligado a  unirse  como  coequipero. Solo así, esa  paz necesaria y esperada,  a construirse a partir de los acuerdos de La Habana, podrá convertirse en el  propósito nacional de los próximos años. Porque, y esto no puede nunca olvidarse, la paz  es, tiene que ser un reclamo y una responsabilidad del conjunto de la Nación, no solo de una parte de ella.  No será  fácil para muchos colombianos ver al paladín de la guerra convertido ahora en soldado de la paz, requerido por una  política que se construye con hechos reales  y no simples quimeras o juicios de valor.  Álvaro Uribe lo entiende, ya da señales de ello. Un paso suyo en esa dirección, apuesto con quien quiera,   sería bien recibido en La Habana, donde también son realistas.  

 

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