Dame una cita, vamos al parque, me cantaste una noche, dos cuadras arriba de aquel parque donde jamás logré aprender a montar en bicicleta, y donde me contaste que le diste tu primer beso a tu segundo hombre. Yo no te respondí. Te ignoré una y dos y tres semanas, y mientras pasaban los días me sentía feliz de no llamarte, de no escribirte. Me sentía fuerte. Era mi pequeña venganza sobre ti, tus besos y todos tus amores, y tu extemporánea petición. Te ignoré luego por varios meses, y por dos años. Hasta se me olvidó tu nombre, como decía una vieja canción, y haber olvidado tu nombre también fue una linda y dulce venganza.
Se me olvidó tu nombre las cientos de veces que hice un largo rodeo para no pasar por el parque aquél. Se me olvidó tu nombre cuando boté el disco de Santa Lucía a un basurero para no volver a oír tu voz en la voz de Miguel Ríos, y cuando escribí tu frase, su frase, de vamos al parque y demás, sólo para clavarles un afilado punzón a las letras de cada palabra. Se me olvidó tu nombre cuando quemé la libretica donde había anotado tus datos urgentes, aquella maldita libretica que me regalaste uno de los tantos días en los que me caí de la bicicleta para que tú te rieras, para que lloraras a las carcajadas y yo pudiera secarte las lágrimas con mi camiseta desteñida.
Pero esta mañana oí la canción de nuevo. Iba en un bus. Mi primera reacción fue querer bajarme. Luego recordé a tanta y tanta gente, cuyo lema era enfrentar los fantasmas. Me quedé aferrado a mi silla mientras la canción corría. Las primeras frases las aguanté como pude, con un pequeño nudo en la garganta y las tripas revueltas. Saqué un libro para concentrarme en otra cosa, porque sabía que pronto llegaría la parte de “a menudo me recuerdas a mí”, y esa frase me iba a destruir, siempre me destruyó, tal vez por esa estupidez que nos metieron en la cabeza desde niños sobre la media naranja y el complemento y el único amor y bla-bla-bla.
Para mal de males, al conductor como que le gustaba la canción. Le subió el volumen. “Ya sé todo de tu vida, y sin embargo no conozco ni un detalle de ti”. La tipa de al lado empezó a cantar. Yo leía en voz alta, cada vez más fuerte, y ella cantaba más duro. La miré. Me miró con cara de desafío. Sonrió con una de esas sonrisas de triunfo. Inmerso en esa ridícula guerra, olvidé que ya iba a llegar la frase, tu frase, mi frase. Nuestra frase. Me levanté, timbré, salté a la calle, y a los brincos llegué hasta este papel y hasta este lápiz, y hasta estas palabras para decirte que el parque aquel de nuestro único beso ahora es un inmenso, gris, aceitoso y frío parqueadero.