Ser importantes

Daniel Emilio Rojas Castro
09 de junio de 2015 - 03:00 a. m.

Una conversación reciente con un mexicano y la columna “Intenciones colectivas” —publicada el lunes pasado en este diario—, me hicieron pensar en qué significa ‘ser importante’. Les cuento.

Guerrero es uno de los Estados mexicanos más afectados por la violencia y el narcotráfico. Carteles como ‘Familia michoacana’ y los ‘Rojos’ se disputan el control de la producción de oro, amapola y de las rutas de narcotráfico que van para los EE.UU. Hay un índice de pobreza de cerca del 70% de la población, poca confianza en el gobierno municipal y una altísima cantidad de armas en circulación.

El testimonio que me fue referido ocurrió allí, pero hubiera podido ocurrir en Colombia o en cualquier otro país latinoamericano azotado por el narcotráfico. Un joven de 27 años, trabajador agrícola, sin nexos con la extorsión, las drogas o la corrupción política empezó a presumir de sus supuestas relaciones y negocios con los ‘Rojos’. El rumor se difundió y llegó a oídos de los verdaderos delincuentes, que en poco tiempo desmintieron sus afirmaciones y empezaron a perseguirlo por creer que se trataba de un adversario que buscaba penetrar en su red. Cuando eso sucedió, el joven difundió un nuevo rumor, esta vez haciéndose pasar como integrante de ‘familia michoacana’, que también desmintió lo dicho y empezó a perseguirlo. Lo asesinaron hace algunas semanas. Nadie sabe exactamente quien lo hizo, pero todo el mundo sabe porqué. Lo que empezó como un juego para adquirir notoriedad lo condujo a la muerte.

La importancia de una persona en una sociedad carcomida por el trabajo fácil se mide en dinero, cartuchos de bala y cantidades de muertos. Es una versión perversa del ‘soy importante porque me respetan’, que explica porqué para adquirir reconocimiento hay que alardear con la proximidad que se tenga con los malos del paseo. Esa necesidad de reconocimiento individual por una vía tan nefasta pero tan común en nuestros tiempos me lleva al tema de las intenciones colectivas.
La columna a la que hice referencia plantea una pregunta importantísima: ‘¿podremos los colombianos aprender a coordinar nuestra mente, nuestros deseos y creencias, con la acción y decisión necesarias para realizar estados de cosas que todos queremos?’ o dicho de otro modo, ¿podremos actuar colectivamente en nuestro propio beneficio ? Yo creo que mientras los criterios de reconocimiento social se basen en el triunfalismo individual y en el respeto infundido por el miedo, no podremos.

Y no podremos porque convertirse en ‘alguien importante’ implica oponerse a lo que se requiere para realizar proyectos colectivos: cooperación y trabajo en equipo. El profesor japonés Yu Takeuchi, a quien deben tanto las matemáticas en nuestro país, lo expresó con una frase sencilla: “un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos”. Como anillo al dedo.

Quizá la comisión de la verdad que está ad portas de ser creada no vaya a abordar un tema como este, pero esclarecer porque somos tan poco proclives a pensar colectivamente sin peleas, sin muertos y sin conflictos, es algo que nos debemos a sí mismos.

A las razones que aduce la mencionada columna para explicarlo (desconfianza, dogmatismo, tendencia a la autojustificación), agregaría el gamonalismo, surgido de las relaciones verticales entre propietarios y peones en las haciendas, y declinado con el paso del tiempo en las figuras del político que consigue avales electorales repartiendo migajas de pan, kilos de cemento y profiriendo amenazas. Exactamente como los mafiosos.

Ser importante no tiene sentido si no podemos compartir los réditos del reconocimiento con los demás. Hay otras maneras de ser importante y de lograr reconocimiento : aprender a escuchar cuidadosamente al otro, dar un consejo y ser un buen amigo, reconocer el error y enmendarlo sin bajar la cabeza, trabajar arduamente para ennoblecer una profesión, en fin, todo un horizonte promisorio para el futuro si se deja de actuar con la lógica destructiva y cortoplacista de ‘al final sólo quedará uno’.

Seamos pacientes, no esperemos nada de la notoriedad conquistada por el afán de una fortuna ciega y esperémoslo todo del gran sueño de “construir una sociedad justa para todos”.

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