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Sin saberse

Alfredo Molano Bravo
05 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

El primer día del nuevo año de gracia, caminaba yo con mi nieta por el malecón de un pueblo del bajo Cauca. Íbamos desprevenidos. Yo trataba de explicarle qué es la subienda de peces en los ríos, por qué cada día es más pobre y qué papel cumplen las ciénagas en una región que, como la Depresión Momposina, está llena de grandes humedales. El problema es —le explicaba— que sin pescado la gente del Magdalena y del Cauca se queda sin comer.

De golpe oímos un tropel. Insólito, porque si algo se oye por allá es la gaita, el carrizo y la tambora. Y, para completar, ensordecedor. Gritos y alaridos: “Quieto, si no quiere que lo quememos”, gritaban unos; “háganle a ver si pueden”, respondía un sujeto que corría despavorido haciendo cabriolas. No lo perseguían, querían cazarlo. Cazadores y presa pasaron sobre nosotros como una tromba. Evito los términos que usaba la autoridad que perseguía al personaje —que hasta ese momento era un presunto ciudadano común y corriente— para no tener que dar explicaciones posteriores. Pasaron, digo, como un ciclón, como una tormenta de arena, un huracán de polvo; una masa de patas, manos, brazos que babeaba el suelo y escupía groserías y dientes. La ley, como la llama el pueblo, daba órdenes, y el cliente las desconocía. Corría, saltaba y volvía a caer en manos de la autoridad. “Ríndase”, gritaba un policía, presumiblemente el jefe; “suelte el fierro”, aullaba otro, quizás un subalterno. Era difícil distinguir los grados de tantos “corazones verdes” revueltos. Nosotros —mi nieta y yo— nos refugiamos en una casa que nos abrió la puerta y que, aclaro, no fue la primera donde golpeamos. Pero nos albergaron.

Desde un balcón, todos los ocupantes de nuestro refugio miraban: la Policía trataba de ponerle esposas al presunto delincuente. Pero el hombre tenía una fuerza descomunal. Me recordó, con permiso de los lectores y del sujeto en autos, la capada de un chancho o el sacrificio de un lechón para Nochebuena. Daba miedo. Ganas imposibles de cerrar los ojos. Había que mirar. Mirar un espectáculo nacional. A esa hora ya los vecinos se habían enterado y habían tomado partido: unos de parte de la Policía, otros de parte del presunto, y los más no decían ni mu: tal como el país se encuentra dividido entre una minoría sectarizada y una mayoría enmudecida. Desde el balcón veíamos a un agente que golpeaba con la punta de un palo —bastón de dotación o macana de ocasión— al sujeto, que se revolcaba en el suelo con la agilidad de un conejo. No lograron esposarlo hasta cuando otra unidad oficial, corpulenta y hercúlea, logró sentarse sobre la cabeza de la pieza dominada y asfixiar sus gritos. La víctima o sujeto —depende de donde se mirara el operativo— ya ni aleteaba. Entonces llegó otra patrulla, 15 agentes correctamente dotados de armas cortas y largas que terminaron por controlar el orden público que amenazaba con tornarse en “una asonada, una barricada, un motín”.

Se supo, cuando volvió la calma al sitio de los acontecimientos, que el perseguido era un muchacho joven, testigo protegido por la Fiscalía por haber estado presente en el asesinato de alguien que ya nadie nombraba. Y por tanto nadie amparaba. Se defendía —o robaba— con un mataganado de dos palmos.

Vaya uno a saber la razón verdadera de semejante tropel ocurrido el primer día del nuevo año —año de la paz— en un pueblo perdido de Bolívar. Mi nieta no ha dejado de preguntarme la razón de la paliza. No he podido responderle. Creo que la gente del barrio, acostumbrada a esos servicios de orden, podría hacerlo.

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