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Sisi Presidente

Eduardo Barajas Sandoval
04 de junio de 2014 - 03:33 a. m.

Los países que no saben aprovechar oportunidades de apertura terminan volviendo a aceptar cualquier remedo de democracia.

Una mezcla fatal de ausencia de lucidez, pereza política y falta de memoria, puede conducir a que en momentos decisivos paradójicamente prospere la ilusión de regresar al pasado, haciendo caso omiso de sus turbulencias. Caídos una vez más en la trampa del retorno se retrasa el reloj de la historia, se aplazan indefinidamente las opciones de progreso y se sufren con mayor intensidad los males de siempre.

Todo lo anterior se acentúa cuando el modelo político ha girado en torno al autoritarismo, que es capaz de adoptar los disfraces más inverosímiles y abusa de la ignorancia de amplios sectores de la población a los que logra convencer de que encarna los valores democráticos. Para ello, por lo general, muestra un fantasma como enemigo a vencer y para cuyo control o sometimiento un solo jefe tiene la fórmula infalible.

El proceso político reciente de Egipto ya demostró que ese país perdió una oportunidad de avance democrático con el evidente fracaso del gobierno de Mohamed Morsi, que para sorpresa de todos, aún de los vencedores, vino a romper una racha de gobiernos autoritarios que se sucedieron en el poder desde el derrocamiento de la monarquía y la fundación de la República en 1952. Pero el resultado de la reciente elección presidencial, que regresa al viejo modelo de Nasser, Sadat y Mubarak, generales todos convertidos en gobernantes que manejan el país con mano férrea, por decir lo menos, arregla un problema inmediato pero no necesariamente pone al país en la ruta del verdadero desarrollo democrático.

Morsi, el jefe del Partido de la Libertad y la Justicia, representaba a los sectores ciudadanos que estuvieron siempre alejados no solo del ejercicio del poder sino del aprovechamiento de las mejores oportunidades de progreso. Su cauda incluía a los “Hermanos musulmanes”, que a lo largo de tanto tiempo fueron proscritos y reclamaron una oportunidad de gobernar. Pero llegado al gobierno demostró, como suele suceder, que hay políticos que lo hacen mucho mejor dedicados a la oposición que al mando del Estado, donde muestran su ineptitud porque jamás aprendieron a hablar un idioma diferente de aquel propio del reclamo permanente y no han tenido entrenamiento, ni instinto, para gobernar y construir.

No obstante la precariedad de Morsi, el país tenía en todo caso la opción de avanzar hacia nuevas instancias de su desarrollo político. Pero al cabo de un año, derrocado el presidente en medio del desorden de su propio gobierno y de la vida nacional, tampoco fue posible que se abriera paso una alternativa diferente de la del regreso el viejo modelo que garantiza seguridad a cambio de un ejercicio faraónico del poder, que implica graves violaciones de los derechos ciudadanos.

Elegido con más del noventa y cinco por ciento de los votos, resultado que en cualquier parte es sospechoso, aunque muy corriente en países de rancia tradición autoritaria, el hasta ahora Ministro de la Defensa y general más prestigioso y fuerte de las Fuerzas Armadas, Abdel Fattah el-Sisi, acaba de ser elegido presidente, con la esperanza de que retome el camino de Mubarak, extinguido por sus tres décadas de mando, y vuelva a un modelo del que Egipto no parece capaz de despegarse.

Los sectores tradicionales, incluyendo la burocracia y los privilegiados de siempre, lo mismo que millones de ciudadanos acomodados a la forma como todo venía funcionando, vuelven a respirar tranquilos. Como la alternativa de poder estuvo abierta y solo trajo el desorden, han preferido aceptar otra vez lo que consideran el mejor remedo posible de la democracia. Al país no le alcanzó la capacidad creativa y tampoco la memoria para jugarle a algo diferente en los momentos decisivos de los últimos dos años. El fantasma del islamismo, y también el del peligro de desorden en el Medio Oriente, donde Egipto tiene tantas responsabilidades, además de las del ejemplo al mundo árabe, hicieron cabalmente su oficio.

De dos males el menor, habrán pensado muchos electores. Y aunque en ello la sabiduría popular tenga mucho de razón, todo lo que queda demostrado es que el país no pudo abandonar su viejo modelo y ha preferido retrasar el reloj mientras el péndulo vuelve a abrir una ventana de oportunidad al verdadero avance democrático, que solamente se podrá dar cuando existan alternativas capaces de gobernar, y sobre todo cuando exista una ciudadanía que por ahora ha demostrado que está, por razón de las circunstancias de las últimas décadas, lejos aún de un estado de madurez que le permita decidir verdaderamente por un mejor destino.

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