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Sobre las patologías de la civilización

Juan David Zuloaga D.
23 de octubre de 2014 - 02:00 a. m.

La polarización del país, la calumnia gratuita, los ánimos encendidos y atrabiliarios, la bajeza en los procedimientos, la deslealtad difundida, la corrupción generalizada, los procedimientos ilegales, la maldad sin cuenta, la injusticia rampante, las ruinas que a su paso va dejando esta estela de odio y frenesí, apenas dejan duda del estado morboso de la Nación colombiana.

La política es el arte sutil de curar los males del cuerpo social. Siempre inestable el equilibrio de hombres que viven en sociedad, procurar remedios a los males que la mutua interacción genera es una de las tareas principales de la ciencia del gobierno.

Como la naturaleza humana es la que es, como continuamos viviendo en sociedad y como el paso constante e inevitable del tiempo concurren para que surjan siempre nuevos males o, mejor, para que sigan surgiendo males viejos en trajes nuevos, sigue siendo necesario teorizar sobre ellos y pensar soluciones nuevas a problemas perpetuos (o incesantes, al menos).

Ahora, en un tiempo en el que no sólo es más cierto que nunca, sino también más evidente que todo está interconectado, y que un mal en apariencia minúsculo o aislado puede afectar el todo del conjunto, resulta en todo punto pertinente hablar de patologías de civilización. Se trata de males que afectan no ya a este o a aquel individuo, sino a un pueblo o a una civilización entera. No porque necesariamente lo hagan, sino porque sucedería con frecuencia; como ocurre en los períodos de peste, que están marcados no por el hecho de que todos enfermen y mueran, sino por la posibilidad inminente de hacerlo. Y si el tiempo y el suelo sobre el que florecen están viciados, con tanto mayor frecuencia caerán enfermas las almas que en ellos germinan y crecen. Y por ello es menester comprender estos males, proponer soluciones, emprender proyectos.

Conviene entonces saber cuál es ese mal civilizatorio por excelencia. El de nuestro tiempo es la neurosis social. Y en Colombia los síntomas son tan claros como preocupantes: el aferrarse tercamente a una ficción que guíe la conducta, la respuesta desproporcionada frente al estímulo que la genera, la ambición sin coto, la envidia, la incapacidad de admirar, una agresividad siempre bien dispuesta a explotar y la imposibilidad de olvidar las humillaciones y ofensas recibidas (sean reales o pretendidas) son algunos de los rasgos distintivos del individuo neurótico y de la Nación colombiana. Si se quiere un ejemplo reciente que aglutina más o menos toda las características neuróticas, piense el lector en la idea peregrina de que el país está siendo cooptado por las fuerzas obscuras y siniestras del mal.

La sintomatología del malestar apenas deja duda. Pero si tomamos conciencia de los vicios que aquejan al alma colombiana, si nos percatamos de las patologías que padece, si acaso nos mostramos capaces de mitigar nuestros males y de olvidar nuestras ofensas (todo lo reales que sean o creamos que hayan sido), habrá entonces no sólo lugar para la reconciliación, sino también para la esperanza.

 

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