Sombrero encintado y chupa de boda

Tatiana Acevedo Guerrero
06 de noviembre de 2016 - 12:43 a. m.

Dice un comentario que: “Santos anda con Isabel, reina de Inglaterra; y Uribe con la Gata, reina de Magangué”. Otro, destaca la diferencia entre la elegancia de ambos mandatarios: “Santos bien vestido a la moda europea, Uribe como un pueblerino corroncho”. En las dos comparaciones hay una trampa. O mejor, dos.

La primera zancadilla, creer que el actual presidente, Premio Nóbel y representante del progresismo legalista de la capital, se opone en línea perpendicular al ex presidente, representante de la ilegalidad, la tierra caliente o la provincia.  Más que un centro letrado y una periferia folclórica, se teje en Colombia, desde el desmonte del Frente Nacional, una trenza de espina de pescado. Una trenza apretada, sin centro constante. De cuna presidencial y prestigio en Bogotá, Alfonso López Michelsen insiste hacia finales de los sesenta en la creación del departamento del Cesar. Se hace a su caudal electoral en esta tierra. Trabaja, junto con las élites más pálidas de la región y algunos otros venidos de la capital, para consolidar económicamente (a partir de ganadería, algodón y banano) a sus familias. Una comunión económica similar a la que se dio entre élites antioquenas y cordobesas, en la creación del departamento de Córdoba. Se descentraliza (se funda un nuevo departamento) para dar poder a unos centros, a unos nodos económicos precisos.  

Pese a las diferencias y heterogeneidad entre elites tradicionales (de toda parte) y sectores emergentes, no hay definitivas rupturas entre plata “buena”, de familia, y plata “nueva” y/o peligrosa. Candidatos en el centro y más a la derecha, emergentes y gente divinamente, fueron financiados en muchas ocasiones por dineros productos del asenso ilegal. El profesor Eduardo Sáenz Rovner ha explicado, por ejemplo, cómo la economía del narcotráfico se engordó de la mano de la economía legal. Así, mientras el movimiento campesino del norte del país era dispersado entre la ley y la violencia, trenzas de provincia y centro engordaron latifundios, consintieron nuevos negocios de agro exportación, explotaron bonanzas mineras, marimberas y coqueras (que recibieron con brazos abiertos a muchos de los campesinos desposeídos de la contrarreforma).
 
Con la burla a las pintas de Uribe, a sus fotos entre un río con camiseta, se cae en la segunda trampa. En el pasado reciente el efecto de estas comparaciones no ha sido sino devastador, pues aterrizan en una rabia, en un rencor. No uno como el de las Farc, con sus reivindicaciones por la tierra y Marquetalia. Sino uno distinto, sin asidero material pero sí simbólico, como el que siente el nuevo rico. El que subió de estrato con empuje y se sabe excluido. Mirado por encima del hombro.

Bastiones del progresismo han recibido el ascenso social con antipatía. Lo han visto con recelo y con sospecha. Con burla. En 2001 López Michelsen le cuenta a Enrique Santos Calderón que extraña los años dorados en que patrones y peones convivían en paz (¿cada quien en su sitio?); “cuando en la Costa Atlántica no existía la lucha de clases con las características actuales (…) la gente vivía de manera muy igualitaria y todavía no se había presentado el síndrome de las sucesivas bonanzas (…) que crearon una nueva escala de valores”.

Años atrás otro grande del progresismo, Eduardo Caballero Calderón, había descrito con desprecio la toma del liberalismo por cuenta de “cualquier Perico de los Palotes, graduado en cien piquetes y comilonas electorales por los manzanillos del pueblo (…) espoliques y segundones que a fuerza de promesas y aguardiente llevan de cabestro a esas ferias que son las convenciones”. Antes de seguirse parando en el trono moral (monárquico), habría que avistar el precipicio de resentimiento que se asoma.  

 

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