SOS: Adición presupuestal para las universidades estatales

Adolfo León Atehortúa Cruz
24 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

El presidente de la República y el ministro de Hacienda anunciaron, al principio de esta semana, la presentación de un proyecto de ley de adición al presupuesto general de la nación, mediante el cual se busca “acelerar la inversión social” incrementando su monto al 7 % para el corriente año.

El proyecto se propone garantizar una adición de $ 1.2 billones, para un presupuesto total de $35 billones en educación, con la cual se garantizan las raciones contratadas para el Programa de Alimentación Escolar (PAE), el cubrimiento y acceso a créditos para educación superior a través del Icetex, la construcción de aulas para educación básica y media, y recursos para el apoyo a 32 mil estudiantes del programa Ser Pilo Paga. Nada adicional para la educación superior pública.

La noticia es grave, gravísima, para las universidades estatales. Para este año, como en los anteriores, solo se ha anunciado el aumento del presupuesto de la educación superior pública en una cifra similar a la de la inflación, como lo establece la Ley 30 de 1992, hecho que, por sí mismo, significa déficit: la inflación es inferior al incremento del salario mínimo, de los salarios acordados por convención o pactos con los trabajadores, al aumento de salario que el mismo Gobierno decreta para funcionarios y profesores universitarios. Este excedente que, de acuerdo con los cálculos hechos por el Sistema Universitario Estatal (SUE) alcanza 4 puntos porcentuales, debe cubrirse con recursos propios de las universidades.

Pero no solo ello. Desde 1992, cuando fue aprobado el modelo de financiamiento de las universidades estatales, estas han cubierto con recursos propios el incremento en los aportes del empleador a la seguridad social; las sentencias de la Corte Constitucional con respecto a funcionarios administrativos y profesores ocasionales y catedráticos; las prestaciones proporcionales por retiro que estableció el Decreto 404 de 2006; las horas de dedicación de los docentes a investigación, dirección académica o dedicación exclusiva; la incorporación de los desarrollos en tecnología y comunicación, incluidas las bases de datos internacionales, la compra de equipos, la instalación de wifi en sus campus y el pago de licencias de software en dólares al alza; los recursos de apoyo académico que presuponen la dotación de laboratorios; la formación doctoral para docentes; los programas de bilingüismo y lenguas extranjeras, la internacionalización y el intercambio académico; las transformaciones en las modalidades convencionales de enseñanza y la pertinencia de la investigación científica; las inversiones en bienestar estudiantil y las urgencias de sus plantas físicas, así como los gastos administrativos incrementados con la ampliación de cobertura, la admisión con enfoque diferencial, la acreditación institucional y de programas, los nuevos sistemas de gestión y de control, la seguridad, vigilancia, mantenimiento y arrendamientos, entre muchos otros. No se ha pagado completo, por parte del Estado, el descuento electoral que se estableció sobre las matrículas.

Con todo ello, los malabares que año tras año hacemos los directivos de las universidades estatales por la responsabilidad suprema que nos identifica han llegado al límite y se han convertido en imposibles. El déficit real y contable ha crecido año tras año, la deuda interna y externa de algunas universidades se torna impagable. La alternativa de muchas instituciones consiste en sacrificar las necesidades académicas y su desarrollo para garantizar mínimamente el pago de la nómina, o en transformar su carácter de universidad en agencias de ofertas de asesorías y extensión con los riesgos y abandonos misionales que tal decisión implica. Mientras tanto la infraestructura se derrumba, se precariza aún más la contratación de profesores y funcionarios, se eliminan inversiones en investigación, tecnología y recursos educativos, o se abandonan aquellas requeridas para el bienestar universitario que impiden la deserción y promueven la permanencia y graduación de los estudiantes.

La realidad es muy concreta. Un ligero ejercicio sobre los últimos cinco años arroja que, mientras las transferencias de la nación para el funcionamiento de las universidades se han mantenido estables entre un 7 y 7.3 %, los gastos de funcionamiento han aumentado cada año el 8.67 % en promedio, con un crecimiento adicional de los gastos de personal de 9.28 %, sin variaciones en una planta por lustros congelada. Dicho de otra forma, mientras el incremento promedio de los gastos de funcionamiento e inversión del SUE en las últimas cinco vigencias supera el 10 %, el incremento promedio de los recursos nación solo llega a la mitad de dicho crecimiento, a pesar de los recursos CREE.

Aún más: con el mismo presupuesto incrementado al tope de la inflación, las universidades públicas aumentaron su cobertura de pregrado con relación al año 2004 en un 56 % aproximadamente, y en más de 135 % en posgrado; soportan un 30 % más en la cantidad de programas de pregrado y un 60 % adicional en programas de posgrado, con un 240 % más en doctorados, cuadruplicando sus grupos de investigación.

El presidente, el Ministerio de Hacienda y el Congreso de la República en pleno deben reflexionar sobre una verdad de apuño: las universidades públicas están ya reventadas. Los ingentes peculios públicos del programa Ser Pilo Paga no llegan a ellas, van a las universidades privadas. Si bien existe la expectativa de nuevos recursos con la reforma tributaria para el 2018, es absolutamente necesaria una adición presupuestal para el presente año que permita la cancelación tranquila de la nómina en los meses de noviembre y diciembre; una suma que haga posible recuperar al menos una mínima porción de la deuda acumulada por las universidades; un aliciente que ayude a enfrentar la crisis ya estructural y no permita la extensión de su amenaza.

*Rector Universidad Pedagógica Nacional.

 

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