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Stefan Kaspar

Lisandro Duque Naranjo
19 de octubre de 2013 - 11:00 p. m.

STEFAN KASPAR LLEGÓ A BOGOTÁ EL pasado 4 de octubre, desde Lima, y su tiquete de regreso era para el domingo 13. Este último trayecto, sin embargo, no lo cumplió por su cuenta, sino en un ataúd metálico, en condición de cuerpo repatriado, pues murió de un infarto fulminante el sábado 12.

Tenía 65 años y vino a Bogotá a participar en el Festival de Cine “Ojo al Sancocho”, organizado por jóvenes de Ciudad Bolívar. Quizás Stefan hubiera podido alargar un poco más su vida de haber sabido que esta capital tiene una altura de 2.600 metros, algo que parecía ignorar no obstante ser un suizo de quien cabían esperarse esas precauciones. De todas maneras su rebelión frente a los medicamentos de laboratorio —que él había sustituido hace tiempos por productos homeopáticos— algún día lo hubiera hecho vulnerable, aquí o en otra parte, a ese deceso inesperado, ocurrido delante de una cantidad de jóvenes con quienes departía sobre video comunitario. Era un andariego empeñado en la “soberanía audiovisual” y en la urgencia de que los muchachos narraran con sus cámaras las historias de sus barrios y sus regiones.

Había llegado al Perú en 1978 y allí lo agarraron por su cuenta —haciéndolo quedarse del todo— esos picos nevados de verdad, tan épicos en comparación con la modestia de los Alpes suizos. Igualmente los imaginarios incaicos, el cebiche y toda esa provocación a la estética popular implícita en las vidas de los habitantes de la periferia limeña. En los ochentas armó un colectivo fílmico —Chaski— junto al uruguayo exiliado Alejandro Legaspi y Fernando Espinosa, un cineasta peruano ya fallecido. Entre ellos sacaron adelante las películas Juliana y Gregorio, muy afines temáticamente con la brasileña Pixote, de Hector Babenco, y la colombiana Rodrigo D, de Víctor Gaviria. Esas cuatro cintas marcaron con su impronta neorrealista a los espectadores y a los festivales de entonces, erigiéndose como clásicos del cine latinoamericano. El grupo Chaski aún existe y en próximas semanas emprenderá la filmación de otro largometraje, ya sin Stefan en la troupe. Pero la función debe continuar.

A Stefan lo veía con frecuencia en festivales de cine, sin que ninguno de los dos supiéramos con precisión quién era el otro. En el 95 nos encontramos en el andén del aeropuerto de Barcelona, donde yo quería aprovechar una escala de 15 horas para conocer la ciudad. Nos saludamos como viejos desconocidos y al informarle del motivo de mi presencia allí me dedicó todo el día paseándome por los lugares obligatorios de esa capital.

Unos años después lo tuve de socio distribuidor en el Perú de una película mía de 2001. Él y su mujer, María Elena Benites, habían construido en el limeño barrio de Chorrillos una casa, e invitaban a sus amigos a que se fueran allá a escribir sus novelas. De buena gana me hubiera instalado allí, frente al Pacífico, a pensar en la vida. Pero tenía que regresar a Colombia a pagar los servicios. Esa vivienda es una especie de comuna nostálgica del hippismo de los setentas, al que posiblemente perteneció antes de venirse a América a quemar las naves con Europa.

 Cuando supe que estaba en Bogotá, fui hasta Ciudad Bolívar a verme con él para renovar mi confianza en el género humano. Repasamos cuaderno sobre los amigos y nos fumamos un cigarrillo. Dos días después me abrumó la noticia sobre su muerte

María Elena vino para la repatriación del cadáver. Nos vimos en Medicina Legal, donde asumió las gestiones —muy complicadas de por sí, y peor aun en la mitad de un puente festivo—, con un estoicismo ancestral. Cuando le dije que Stefan se había fumado un cigarrillo conmigo, me dijo: “Me traicionó. El 31 de marzo, día de su cumpleaños, nos habíamos prometido dejar ambos el vicio. De modo que ofréceme uno”. Mis abrazos al colectivo Chaski del Perú.

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