Teatro y memoria

Arturo Charria
13 de julio de 2017 - 02:00 a. m.
Teatro y memoria

“Yo sí creo que Jerónimo hasta tiene razón. ¿Nos han cumplido las promesas? No hay trabajo para los hombres, las reses que nos ofrecieron no aparecen. Lo único que se puede es andar por ahí tranquilo y nada más.” Guadalupe años sin cuenta, Teatro la Candelaria.  

Hay tres obras que considero fundamentales en el teatro colombiano: Guadalupe años sin cuenta (1974), La siempreviva (1994) y Labio de liebre (2015). Cada vez que están en temporada vuelvo a verlas, como quien repasa un capítulo de la historia de Colombia. A través de estas obras podemos hacer una relectura de los distintos ciclos de violencia que ha vivido el país, sus continuidades y sus transformaciones. Estas podrían servir para hacer una síntesis de las distintas dinámicas de nuestras guerras.

Por estos días asistí, por cuarta vez, a Guadalupe años sin cuenta. La obra fue escrita en un momento de alto compromiso político, e incluso partidista; por esos años hacer teatro era otra forma de combinar las formas de lucha. El drama inicia con la reconstrucción del montaje judicial del asesinato de Guadalupe Salcedo, “Jefe supremo” de las guerrillas liberales de los llanos. El grueso de la representación está centrado en la formación, guerra y desmovilización de estas guerrillas; así como en las tensiones políticas que tuvieron lugar entre 1949 y 1954. En el escenario aparecen caricaturizadas las élites políticas, la iglesia católica y la fuerza pública. Esta burla se convierte en un juicio histórico por sus responsabilidades durante la llamada época de La Violencia.

Sin embargo, en esta nueva oportunidad, hubo una frase al final de la obra que me llamó particularmente la atención y que, en otras funciones a las que antes había asistido, consideraba pertinente y aplaudía:

Esta historia que contamos

los invita para que piensen

que los tiempos del pasado

se parecen al presente.

Me fije en ella porque durante años la certeza de la guerra condicionó mi forma de ver la realidad del país. “Los tiempos del pasado se parecen al presente”, nos invita a concluir el coro de actores: una tragedia que no termina y que estamos condenados a repetir generación tras generación. Esta obra, que de alguna manera busca contar “una verdad histórica”, merece un análisis menos apasionado por parte de quienes tantas veces la hemos visto y aplaudido. La obra nos advierte sobre los retos que trae la paz en términos de proteger la vida y cumplir lo acordado. Sin embargo, también resulta necesario, dejar de ver las relaciones de poder en la guerra en términos de buenos y malos, pues en la obra la apología a la rebelión y la crítica al Statu Quo se convierte en una justificación de la lucha revolucionaria, sin importar las consecuencias que esta tenga.

Guadalupe años sin cuenta fue producto de un momento histórico y desde allí debe analizarse. Pero, aunque se siga representando exactamente igual que a mediados de los años 70 (cuando el “triunfo de la revolución” estaba a la vuelta de la esquina), es necesario que los nuevos y viejos espectadores hagan una lectura renovada de la obra, ya no desde el fatalismo de una historia circular, sino desde los retos que trae la paz negociada, que es un hecho, aunque quede todo por construir.

Otras violencias, como la desaparición forzada y la ausencia de justicia ante el horror del paramilitarismo, son retratadas en La siempreviva y Labio de liebre. No he visto estas obras después de la firma de los acuerdos de La Habana, sin embargo, espero hacerlo con la mirada renovada que requieren estos momentos, en donde el teatro que explora los laberintos de la memoria se vuelve fundamental para comprender que otros tiempos también son posibles.

 

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