Theresa y Emmanuel

Eduardo Barajas Sandoval
13 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

En cuatro días, dos “democracias maduras” han hecho brillar la lógica implacable de su experiencia y también de su desencanto. 

Instalados recientemente en el poder, la una por “herencia” y el otro por elección, Theresa May y Emmanuel Macron, en Gran Bretaña y Francia respectivamente, se acaban de someter al veredicto de las urnas. En el primer caso la campaña se desarrolló dentro del marco de los partidos tradicionales; la primera ministra buscaba un mandato claro y propio a fin de liderar el proceso de salida de su país de la Unión Europea. En el segundo, el presidente buscaba la mayoría necesaria para echar las bases reales del apoyo parlamentario requerido para adelantar su proyecto de cambio. Los británicos le negaron al Gobierno la mayoría que buscaba. Los franceses le dieron, en la primera vuelta, una mayoría confortable al nuevo presidente, pero la cifra de quienes se abstuvieron superó a la de los votantes. 

La señora May, que estrictamente no tenía necesidad de llamar a elecciones, se creía fuerte y veía al tiempo débil y desprestigiado a su oponente laborista Jeremy Corbyn, cuyo discurso consideraba retrógrado, porque volvía a tiempos anteriores al experimento de la “Tercera Vía” de Tony Blair. Quería ella un mandato amplio, que le quitara de encima la duda sobre su verdadero apoyo popular, pues llegó a la jefatura del Gobierno en una especie de combinación de saltos del destino, ante la renuncia de David Cameron, su antiguo jefe, derrotado por el brexit, y el retiro de su competidora por el liderazgo del Partido Conservador, Andrea Leadsom, debido a una infortunada entrevista de prensa. 

A pesar del asomo de querer ser la Thatcher del momento, Theresa parece no haber tenido el olfato suficiente para entender el ritmo del sentimiento político de sus conciudadanos. Tal vez no alcanzó a dimensionar los alcances del sabor de insatisfacción que el triunfo del brexit dejó en sectores que buscaban una oportunidad para manifestar su arrepentimiento por haber favorecido al Sí, o que por lo menos querían que el proceso de retiro británico de la Unión Europea se lleve a cabo con ritmo y alcances más moderados. Tampoco advirtió a tiempo algo aún más importante, como es el agotamiento del discurso de su Partido Conservador, luego de siete años en el poder, con los efectos devastadores que su política ha traído para los más débiles dentro del espectro social. 

Jeremy Corbyn resultó ser un formidable estratega y motivador electoral. The Independent ha dicho que, si la campaña hubiera durado dos semanas más, él habría sido primer ministro. Corbyn supo desviar la atención del electorado del asunto del brexit, para llevarlo al terreno de la precariedad de las soluciones conservadoras a los problemas elementales de las mayorías. Con el eficiente lema de “Por los muchos, no por los pocos”, motivó un renacer del Partido Laborista, con argumentos relegados desde la derrota de Callaghan en los años 70, cuando cayó para dar paso a las privatizaciones de Thatcher y la “Tercera Vía” de Blair.  

La precariedad del mandato de Theresa May, que en la campaña no ofreció nada nuevo, augura un tono distinto para la negociación del brexit y de pronto una corta duración de su nuevo gobierno, que se sostiene sobre la base de un pacto precario con un pequeño partido irlandés. Entonces se puede llegar a confirmar, como se dijo en algún momento en esta columna, que “Theresa May not be”. En esa lógica, los conservadores, más temprano que tarde, abrirían un nuevo concurso para definir, entonces sí, a quién le toca el turno de salir otra vez al escenario a enfrentar a los laboristas y competir por la mayoría parlamentaria, con el arbitraje del péndulo del sentimiento popular. 

Del lado francés, la primera vuelta de las elecciones parlamentarias demostró, una vez más, que la gente estaba cansada de una izquierda tibia y una derecha dividida entre lo reiterativo y lo extremo, y prefirió apoyar una mezcla extraña y novedosa de propuestas pragmáticas, bajo un liderazgo que parece tener claras muchas cosas y que, a pesar de la juventud del nuevo presidente, no cayó en la trampa de hacer un gobierno de jovencitos, sino que ha sabido hasta ahora combinar sabiamente la experiencia y la renovación. Por ese camino, con la confortable mayoría que se anuncia en la Asamblea Nacional, Emmanuel Macron podrá llevar a cabo las reformas que considera indispensables para relanzar el proceso económico y social de Francia y ejercer un liderazgo internacional que no se asomaba desde la época del general De Gaulle. 

No obstante, en medio del triunfo de Macron, la vida política francesa presenta un drama de varias caras. Una es la derrota contundente de la izquierda, borrada del escenario en proporciones mucho más grandes que las del descalabro de la derecha tradicional. Otra es la abstención, que, por primera vez en la Quinta República, superó a la participación, no se sabe si por resignación de los electores ante la fuerza de la ola del nuevo partido del presidente, o porque se profundiza el desencanto con la clase política. Una más, relacionada con la anterior, sería el interrogante sobre el verdadero apoyo popular al experimento de “En Marcha”, que, después de todo, y a juzgar por la abstención mayoritaria, de alguna manera es, como el británico, un gobierno de minoría. 

Tanto en el caso británico como en el francés, lo que es cierto es que el “timing” del electorado ha estado por encima del de los políticos tradicionales. En un caso revivieron al socialismo laborista, en el otro sepultaron al partido socialista que venía de gobernar. En ambos casos fueron al fondo de los problemas que aquejan a la sociedad. También en ambos casos supieron superar la interferencia del terrorismo, que irrumpió apenas horas antes de los comicios, seguramente en busca de la desestabilización. Es la “sabiduría” de electores avisados, que en democracias decantadas no se aferran como lapas a un esquema de clientelas, sino que saben imprimir ritmo a la marcha de la vida política y de la sociedad. 

Como suele suceder, resulta inevitable que procesos como los que se han dado recientemente a los dos lados del canal de La Mancha sean motivación para el curso de la acción política en otras partes. Ahí está, por un lado, la “cauda” de la “Common Wealth”, y por el otro la de los seguidores históricos del modelo francés. Como en Colombia no somos ni lo uno ni lo otro, ni todo lo contrario, no faltará quien, en nombre de éste país, despistado en el mundo, sin cosecha propia y ávido de imitar a cualquier ganador, sugiera que, ante el fracaso de Theresa May, a quien algunos veían como modelo, sea urgente inventar un Macron. 

 

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