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Tiempo

Andrés Hoyos
12 de junio de 2012 - 11:00 p. m.

"No tengo tiempo" es una de las frases que más se oyen por ahí.

Y parece sincera: la gente siempre tiene algo urgente que hacer y le es imposible tomarse un café, un trago o —Dios no lo quiera— unas vacaciones. Muchos comen una cosa espantosa que se llama comida rápida, dizque para ahorrar tiempo, pero luego tienen que quemar el exceso de calorías durante horas en el gimnasio. Otros se exasperan ante cualquier demora y otros más se compran unos juegos inocuos de computador o pasan horas y horas no haciendo nada en Facebook, dilapidando así el tiempo que ahorraron. Lo importante desaparece en la abundancia de lo accesorio y el tiempo nos exprime por parejo como si fuéramos limones.

Sin embargo, la vida ahora es en promedio más larga y la tecnología nos permite hacer las cosas cada vez más rápido —con la notable excepción de los trancones de tráfico—, de modo que si algo tendría que sobrar en este siglo XXI es tiempo. Estamos, pues, ante una de las grandes paradojas contemporáneas.

Si la queremos entender, tenemos que mirarla desde otro ángulo. Hace cincuenta años, una persona tenía a lo sumo tres o cuatro cosas de las que podía ocuparse en un determinado momento. Hoy son treinta o cuarenta. De todas partes nos llaman la atención. Sucede que en paralelo con el desarrollo de la tecnología de los procesos, otra tecnología multiplicó su efectividad en el último medio siglo y fue la que les permite a terceros inquietarnos y manipularnos con el propósito de vendernos cosas o ideas. El hábitat urbano actual está lleno de titulares escandalosos, de vallas insinuantes, de pantallas de televisión ubicuas y de una seguidilla de parlantes estridentes, todos prometiendo a la vez la felicidad.

No es, por lo tanto, tiempo lo que nos falta, sino paciencia. Perdimos la posibilidad de sentarnos tranquilos en nuestro sillón y no entendimos la advertencia de Pascal, que decía: “Descubrí que toda la infelicidad de los hombres proviene de que no se saben estar quietos en un cuarto”. Hoy el movimiento, la actividad y la información no son tanto una necesidad cuanto un vicio, así que cuando por fin llegamos a un lugar en el que nadie nos perturba, echamos de menos la presión y nos abruma el silencio. Fanny Mikey usaba para esta imposibilidad de quietud una expresión en yiddish: “shpilkes in tujes”, que significa (tener) alfileres en el culo. Y vaya sí ella también los tenía.

El bombardeo al que estamos sometidos no es inocuo. El exceso de opciones hace que caigamos en lo intrascendente, en lo repetitivo, mientras que la memoria, cuya capacidad de registro no puede crecer a la misma velocidad que nuestra manía de embutirle cosas, a veces colapsa. Muy lúcido como de costumbre, Hans Magnus Enzensberger formuló a su modo la paradoja: “El tiempo es el más importante de todos los bienes de lujo. De modo caprichoso, las élites son las que menos pueden disponer libremente del tiempo en sus vidas”. Por ello, el workaholic que nunca va a cine ni lee un libro ni duerme una siesta es en realidad pobre, así tenga muchos millones en el banco.

Se habla con cierta displicencia resignada de matar el tiempo. Mejor sería recobrarlo a la manera proustiana, desembarazándolo de tanta maleza asfixiante. Y no, nadie dijo que era fácil.

andreshoyos@elmalpensante.com @andrewholes

PS: Al final todo tiempo se acaba, como le sucedió en la madrugada del sábado a Camilo Durán Casas, un tipo estupendo y divertido al que echaremos mucho de menos.

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