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Todos contra todos

Hugo Chaparro Valderrama
30 de mayo de 2008 - 01:27 a. m.

En La zona (Plá, 2007), los ciudadanos de bien son paramilitares. Acaso por accidente, pero tienen la actitud. Descubren el monstruo que llevan dentro de una manera implacable.

Dan por sentado el derecho al exterminio de quienes se opongan a su dudoso poder. Hacen de una ciudad el sinónimo de un club donde toleran a los excluidos sólo como empleados. Al final de la jornada trazan de nuevo el umbral que divide el allá marginal del acá próspero. La pobreza les sirve como terapia. Limpia la mala conciencia. Su corazón es tan grande que la caridad no es más que un divino tesoro para comprar indulgencias. En realidad, la miseria les deteriora el paisaje. Y en caso de que les moleste hasta un extremo neurótico, las armas son argumentos que anulan cualquier diálogo. Incluso, en el pecado, el bálsamo de la iglesia les permite confesarse para continuar la guerra.

La anécdota es sencilla: un grupo de “marginales” —¿quién decide el adjetivo?— se cuelan a un gueto de millonarios, roban en una casa y todo les sale mal. Asesinan sin querer a una mujer indefensa. El motivo de la persecución por parte de los vecinos para atrapar al ladrón que sobrevive y escapa, desata una cacería modelo: “el hombre es un lobo para el hombre”. No se trata solamente de proteger la armonía civil. Se busca manifestar a qué lado de la cerca se encuentra quién y por qué.

Recurriendo a la estrategia de un suspenso creciente, Rodrigo Plá y su coguionista, Laura Santullo, ofrecen todos los elementos para que se entienda el misterio. De hecho, el público tiene más información acerca de la intriga que los personajes a los que altera la ira, directamente proporcional a la sensación de sentirse burlados por uno de los ladrones. Sabemos dónde se encuentra escondido el chico al que persiguen y quién lo protege: el hijo de una familia que se conmueve y lo oculta en el sótano de su casa.

Se teje una parábola: el hombre no es un criminal en esencia, pero las circunstancias lo convierten en una amenaza. Y atreverse a invadir “la zona” donde el bienestar sugiere una felicidad de castillo —no conozco el mundo al otro lado del muro, igual tampoco me importa—, es atreverse a invocar el clasismo y el racismo, ante los desventajados que allí no tienen cabida.

En la cacería conocemos el punto de vista del sabueso y el de la liebre. El relato basa su efectividad en una tensión pautada por leves relajamientos que hacen aún más neurótico el ritmo recuperado del linchamiento posible. La violencia es el único premio a la dignidad ultrajada.

El enfrentamiento entre Mariana (Maribel Verdú) y su esposo Daniel (Daniel Giménez Cacho), todo un marido de estilo tradicional, situándose entre los dos el hijo adolescente, Alejandro (Daniel Tovar), que está entre la confusión, la venganza y el “no sé qué hacer para que no te asesinen”, como podría decirle a la víctima que oculta antes de que la atrape la ira generalizada, establece un choque de emociones en el que Mariana es el ángel asediado por el demonio de su esposo, esperanzada en que Alejandro no crezca para imitar el salvajismo del padre.

Nada está bien. Quizás podría estar peor. La zona es una película/espejo: recuerda el largo suspiro de las familias que honran la buena labor de los paramilitares para cuidarles sus bienes. Aunque esto representara asesinatos, persecuciones y las masacres que vencen a los que parecen extras de un país al que pertenecen por derecho propio. No en vano, una chica, a la salida del cine, le comentaba a su novio: “El ladrón tuvo la culpa”. Dejando a continuación una frase que alargaba el suspenso de La zona: “Hubiera sido en mi casa…”.

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