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Tolerancia infinita

Armando Montenegro
06 de noviembre de 2011 - 01:00 a. m.

Es sorprendente la capacidad de ciertas sociedades para tolerar y convivir con problemas que podrían, y deberían, resolverse.

Quien no acepta la realidad como inalterable, en el caso de Colombia, por ejemplo, no se explica que:

(i) El país se conforme con una pésima infraestructura de transporte. A pesar de los discursos, después de años de parálisis, todavía no hay nada que nos permita pensar que vamos a tener buenas carreteras en cinco o diez años.

(ii) Los jóvenes de Colombia asistan a un sistema escolar que reproduce la ignorancia y la pobreza. Mientras los ricos se educan bien en escuelas privadas, el sistema público educa mal a la mayoría. La verdadera revolución educativa no está a la vista.

(iii) El represamiento de los procesos en los despachos judiciales hace que los atrasos duren años. A pesar de las discusiones y las reformas, no hay ninguna razón para pensar que esta situación se va a corregir en un futuro previsible.

(iv) Colombia mantenga, pasivamente, a más de la mitad de sus trabajadores en la informalidad. Estos problemas están relacionados con los altos impuestos a la nómina que, sorprendentemente, se mantienen y preservan como si fueran tesoros públicos.

(v) El desperdicio de las regalías en municipios y departamentos productores de petróleo y minería es escandaloso. Se conocen sus causas y su extensión, pero poco o nada se hace para corregir esta situación.

(vi) Desde hace décadas, buena parte del gasto social, en especial las pensiones, beneficia a los estratos medios y altos. Ni siquiera una Constitución progresista ha corregido esta situación.

La descripción de otros ejemplos semejantes podría ocupar varias columnas. Todos muestran cómo echa raíz la capitulación ante problemas que se constituyen en cuellos de botella que frenan el crecimiento y la reducción de la pobreza.

Estos hechos se atacan en los discursos, pero sólo se rozan levemente con las políticas que supuestamente tratan de enfrentarlos. Año tras año, gobierno tras gobierno, se mantienen inalterados y, como el paisaje, hacen parte de la vida colombiana.

Si algún día Colombia va a crecer a tasas superiores a las históricas, antes tendrá que hacer a un lado su resignación. Y tendrá que enfrentar los intereses creados: los grupos que se benefician y lucran con este statu quo e impiden la modernización del país.

En el pasado, como una excepción, se atacaron estos obstáculos. Un gobierno reformista, por ejemplo, terminó de un tajo con el mito de que los puertos colombianos, en manos de una mafia sindical, nunca podrían mejorarse; dos alcaldes de Bogotá mostraron que el orden, el civismo y el espacio público —que parecían perdidos para siempre en medio del caos— sí podían restablecerse y convertirse en activos de la ciudadanía; el gobierno de Uribe (a pesar de sus errores y extravíos), en contravía del derrotismo, mostró que sí se podía golpear a la guerrilla, algo que mucha gente se había acostumbrado a pensar que era imposible.

Todavía no tenemos una política de tolerancia cero con las vías que no se hacen, los procesos que no salen de los juzgados, los millones de condenados a ser informales, las regalías que se roban y despilfarran y los gastos sociales que no llegan a los pobres. Cuando pensemos que esas cosas son, de verdad, intolerables, comenzaremos a cambiar.

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