Transfobia feminista

Mauricio Rubio
16 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Entre las minorías LGBT la trans es, de lejos, la más marginada y estigmatizada. Sufre la peor discriminación, mayor violencia y una mortalidad varias veces superior a la del resto.

Sus relaciones con el feminismo tocaron fondo durante los setenta. Transexual era sinónimo de “penetración involuntaria” del espacio femenino que perpetuaba el sistema patriarcal. En 1973 la cantante trans Beth Elliot fue vetada en una convención feminista por no ser mujer; una ex compañera de universidad le reprochaba haberla violado. Robin Morgan, que se asociaría luego con Gloria Steinem, se indignaba con la “obscenidad del travestismo masculino”. No aceptaba “hombres que enfatizan los roles de género y parodian el sufrimiento y la opresión femeninas”. Sobrevivir 32 años sufriendo “la sociedad androcéntrica” la habían convertido en mujer y se negaba a llamar ‘ella’ a alguien nacido hombre. Recientemente, una reflexión similar de una feminista culta, lúcida, independiente y respetuosa de las minorías me confirmó que la retórica LGBT se impuso unilateralmente sin suficiente debate.

Mary Daly, filósofa feminista, calificó la transexualidad de “invasión necrofílica” del espacio vital de las mujeres. Una de sus estudiantes, Janice Raymond, lesbiana radical, justificó la transfobia en The Transexual Empire. “Todos los transexuales violan el cuerpo de las mujeres reduciendo las formas femeninas a un artefacto y apropiándose de ese cuerpo”. Para ella, son agentes de la opresión comparables a eunucos vigilando harems; poderes extranjeros para someter al feminismo occidental. Y la medicina preocupada por la transexualidad es equiparable a la ciencia nazi buscando pureza racial.

El rechazo continuó en los ochenta. “No se puede cambiar de género. Cuando un hombre con estrógenos y senos ama a las mujeres, eso no es lesbianismo, es perversión mutilada. Es un hombre mutante, un loco auto ensamblado, una deformidad, un insulto. Merece una cachetada. Y que le reconstruyan su cuerpo y su mente”.

Ante la epidemia de Sida, y la necesaria compasión con los más afectados, se silenció la transfobia. La facción feminista que acabó imponiéndose defendió con voz “alta y fuerte” a Beth Elliot, antes repudiada, para aceptarla orgullosamente como hermana. Los transexuales se convirtieron en víctimas del patriarcado a quienes “solamente el feminismo podía ofrecerles un albergue seguro contra la opresión”. De la nueva visión surgió la alianza LGBT con intereses y vínculos artificiales.

En los EEUU, el ataque feminista tuvo secuelas. Programas médicos para cambio de sexo migraron de universidades prestigiosas a clínicas privadas; se redujeron los fondos para servicios sociales de apoyo. Triunfó la coalición entre políticos conservadores y académicas que buscaban criminalizar la pornografía, como Catharine MacKinnon y Andrea Dworking, quien recomendaba el panfleto de Raymond como “lectura crucial”. El grupo TERF (TransExclusionary Radical Feminists) subsiste, criticado por las “verdaderas” feministas radicales. Otras se autodenominan diques que trancan al monstruo.

Estas pugnas intestinas muestran la fragilidad y volatilidad de coaliciones basadas en discursos idealistas y doctrinas conspirativas con enemigos inasibles. Hábiles camaleones defienden hipócritamente lo que les causó repulsa. Trump podría revivir la transfobia de la militancia oportunista y maleable ante los vaivenes del poder, como la de obsesas con la interrupción voluntaria del embarazo que ahora callan los abortos forzados de las FARC. Fue por conveniencia política que el pináculo intelectual feminista y gay se apropió de la teoría de género, relevante sólo para trans, pero útil para la imagen de víctimas. La extendieron arbitrariamente y, con apoyo de una burocracia empecinada en ser de vanguardia, montaron un tinglado alucinante que está alterando en varios países la política electoral. Una cruzada suicida contra católicos y cristianos pretende imponer una educación sexual tan contraria a la biología como el creacionismo, inocua contra la discriminación, provocadora y contraproducente.

Los hermanos bogotanos Alejandro y Sebastián Lanz, abogados, menores de 30 y no heterosexuales, trabajan con personas trans, las verdaderamente excluídas, incluso por la élite homosexual, y únicas concernidas por la diferencia entre sexo y género. Pragmáticos, no voluntaristas, los Lanz están revolcando el activismo: descartan que exista una “comunidad LGBTI”. Feministas combativos, apoyaron a Carolina Sanín en una contienda contra un peso pesado, y la ganaron por K.O. Prácticos, incansables, poco trascendentales, hasta tienen sentido del humor: en 2015 organizaron un plantón en pijama frente a la Procuraduría para invitar a Ordoñez a un "arrunchis". Ojalá desde el terreno más gente realista, imaginativa, comprometida y audaz siga cambiando, aterrizando, mermándole ideología inútil y tóxica a una militancia que, como la política corrupta, necesita una profunda trans formación.

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