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Tras el plano del laberinto

Julio César Londoño
09 de mayo de 2015 - 04:00 a. m.

HAY UN INSTINTO HUMANO DEL QUE poco se habla.

Consiste en la búsqueda de un piso seguro, de un principio ordenador. Este “piso” puede ser material (una superficie) o ideal: una teoría, una cosmología, una entidad superior o una facultad mental. Thomas Mann lo enunció así: “El espíritu del hombre ha soñado siempre con una teoría total del universo. De aquí la emoción estética que nos suscitan las grandes síntesis del pensamiento”.
 
El piso fue muy seguro al principio: la Tierra era infinita, sólida y plana. Luego descubrimos que era finita y esférica en el espacio, y hubo que buscarle piso. Entonces los poetas de la India resolvieron que el planeta estaba sostenido por una tortuga que estaba sostenida por otra tortuga, y esta por otra… hasta llegar a la última, supongo, una criatura que pataleaba de manera heroica y desesperada en la negrura del vacío.
 
Como nadie ignora, el problema lo resolvió parcialmente Newton. El inglés dijo que la materia se sostenía sobre sí misma, como la fe, con una potencia irreductible y cósmica. Pero nunca explicó cómo operaba este milagro. Hoy, los astrofísicos creen que la fuerza de la gravedad se transmite por medio del gravitón, un bosón que nadie ha podido encontrar. Más esquivo aún que la “partícula divina”, el gravitón patalea de manera heroica en el vacío, como la última tortuga india, para mantener los planetas en sus órbitas y lacias las colas de las cometas.  
 
En el siglo XIX los filósofos naturales inventaron un sustrato esencial, el éter, un fluido omnipresente y levísimo. Así como el aire soporta al sonido, dijeron, el éter soporta la luz. Aunque el fluido hizo honor a su nombre y se disipó rápidamente sin dejar rastro alguno, la luz siguió como si nada, rauda y jubilosa (el éter fue a parar al baúl de las entelequias más célebres, junto con el flogisto, la cuadratura del círculo, el huevo filosofal y la felicidad).
 
Otro “piso” interesante es la conciencia, la mente de la mente, “el poema más alto de la materia”, una facultad que nos permite saber que sabemos… o una vocecita interior que nos advierte que alguien puede estar mirando y debemos comportarnos. 
 
Como buenos descendientes del gremio de los buscadores de “la piedra de la locura”, los neurocientíficos viven empeñados en localizar el asiento exacto de la conciencia. Rodolfo Llinás insinuó un día que la conciencia era un oscilador eléctrico situado en el tallo cerebral, concretamente en la oliva inferior. Pero luego, a la luz de un café, me dijo algo más sensato: “La conciencia está en todo el cuerpo”. Por lo pronto, ella sigue siendo apenas un ectoplasma con prestigio, una carismática proyección del ego, o un gravitón neurológico, en el mejor de los casos.
 
A principios del siglo XX, los epistemólogos descubrieron con estupor que la ciencia cojeaba más que la Justicia, y decidieron que el último reducto de la esperanza, que el único piso confiable era la matemática, “palacio de precisos cristales”. Pero la dicha les duró poco porque Kurt Gödel demostró en 1931 que todos los sistemas lógicos eran incompletos e inconsistentes… ¡y que así serían siempre! 
 
De pronto, los precisos cristales fueron gelatinas trémulas y los seguidores del credo de la ciencia perdimos toda esperanza.
 
Bueno, quizá no del todo. Con las últimas hilachas del optimismo, seguimos confiando en la ciencia. La queremos en su presente humildad, sabemos que no es la dueña de la verdad pero admiramos su tenacidad y sus métodos, nos inspira confianza porque es mucho más humana que las religiones y menos medrosa que la superstición, y brindamos, con el Minotauro de Buenos Aires, “por la razón, que no dejará de soñar con un plano del laberinto”.

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