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Tres cerebros fatales

Julio César Londoño
04 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

En los últimos 20 años el mundo ha estado dominado por políticas de centro, una consecuencia lógica si tenemos en cuenta las siete vidas del capitalismo (que no tiene color político), el fracaso de la izquierda y el descrédito de los regímenes de extrema derecha por su atávica propensión a la barbarie. Colombia es uno de los pocos países con democracias estables, donde el centro, representado por el Partido Liberal, ha sido derrotado de manera reiterada en el pasado reciente. Andrés Pastrana venció a Serpa en el 98; lo sucedió Uribe, un disidente del liberalismo que llegó al poder con banderas centristas y gobernó con una filosofía de derecha; y lo sucedió Santos, que triunfó con la promesa de velar por el legado de Uribe. En suma, el cuarto triunfo en serie de la derecha.

Por problemas de espacio, no explicaré aquí las causas de la debacle del liberalismo (por falta de espacio en mi cabeza, se entiende), pero sí puedo señalar a los principales responsables.

El primero es Julio César Turbay Ayala. Tenía fama de bruto porque era inculto, pero en realidad gozaba de una inteligencia política muy aguda. Cada que había una crisis en “el seno del liberalismo”, Turbay citaba una “cumbre” del partido, sacaba un bolígrafo que se volvió metáfora de la política al detal, repartía ministerios, contratos y embajadas, y la crisis quedaba superada. Por eso su nombre ha quedado en la historia como el gran conciliador del partido. Pero en realidad las crisis quedaban apenas amontonadas. Turbay nunca propició un gran debate ético o programático. Era, para decir de una vez palabras fatales, un señor demasiado pragmático, actitud que sólo funciona a corto plazo. El pragmatismo es miope y no tiene vocación de grandeza.

Hernando Santos Castillo fue a la política nacional lo que Turbay al liberalismo. Cada que estallaba un escándalo en el Gobierno, Hernando Santos corría a calmar los ánimos de la oposición y a sofrenar la indignación de sus redactores. Hay que rodear las instituciones, clamaba en tono episcopal desde su omnipotente despacho, como recuerda Gerardo Reyes en el penúltimo Malpensante. “Es sabroso comer presidente —les decía a los columnistas— pero es muy peligroso, mijito: de pronto se nos cae encima” (encima de El Tiempo y su imperio, se entiende). Varias veces la suerte del país estuvo en sus manos. Habría bastado un editorial suyo para tumbar por lo menos a dos presidentes que se tambaleaban en el fango. Pero siempre —institucional, demócrata, pragmático, nervioso— don Hernando se abstuvo.

El tercero, Ernesto Samper, es sin duda el más brillante y el más sensible de los tres enterradores del partido. Lo probó muchas veces en su carrera pública y lo confirmó en la inauguración de la Cumbre de los No Alineados, el congreso que presidió en Cartagena. Su discurso inaugural, una cátedra magistral de humanidades y filosofía política, alcanzó una altura retórica no lograda nunca por Gabo ni por Belisario. Pero no tuvo tiempo de emplear todo ese talento ni de poner en práctica esa honda filosofía. Tuvo que jugar a la defensiva durante sus cuatro años. Los dineros de ciertos exportadores, que han pasado por millones de manos blancas sin romperlas ni mancharlas, a él lo marcaron para siempre. Este fue el puntillazo del liberalismo.

Que señores que gozaron de un liderazgo tan nítido y prolongado como el de Turbay, o de un poder tan grande y prolongado como el de Hernando Santos, o del talento y la sensibilidad social de Samper, hayan enterrado al partido que estaba históricamente llamado a enrutar al país por la senda del progreso y la equidad, es una de nuestras más trágicas paradojas.

 

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