Tumbas y olvidos

Gustavo Páez Escobar
19 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.

El Cementerio Libre de Circasia fue fundado por Braulio Botero Londoño en 1932 como una reacción contra la intolerancia y el fanatismo político y religioso que se vivían en el país, y abrió sus puertas a cualquier persona, sin importar sus creencias.   

Gustavo Álvarez Gardeazábal recibió de Braulio Botero el ofrecimiento de una tumba en esa bella colina quindiana, rodeada de viento fresco, silencio puro y espléndidos paisajes. Y difundió la noticia de que allí irían a reposar sus despojos. Contrató la elaboración de una escultura y el respectivo epitafio. Ahora, en su columna del diario ADN del 31 de julio, informa que la junta del cementerio le revocó la autorización para utilizar aquel espacio en Circasia.  

También yo recibí de Braulio Botero el mismo ofrecimiento en carta de abril de 1985, donde me dice: “El Panteón Circasiano, sus moradores en particular, y entre ellos yo, el primero, estaríamos muy orgullosos y felices de poder guardar allí por siempre las cenizas de usted. Desde ya tiene reservado ese puesto”.

Estas generosas palabras las he mantenido en secreto durante 32 años y las he considerado, más que una posibilidad factible, una presea, una noble deferencia del legendario patricio quindiano, discípulo de Voltaire y por consiguiente de las ideas libres, con quien me unió cordial amistad durante mi estadía en la región.

En cuanto al escritor tulueño, sorprende el episodio que comunica a sus lectores. Al escribir estas líneas, tengo a la vista el libro Libertad de pensamiento que editó el propio Braulio Botero antes de morir (1994) con importantes documentos sobre el Cementerio Libre, y cuyo prólogo lo escribió Álvarez Gardeazábal. Es deseable conocer de la junta el motivo que tuvo para tomar la decisión arriba señalada.      

El mismo año 1994 falleció en Armenia la poetisa Carmelina Soto, y sus restos ingresaron a la bóveda número 37 del Cementerio Libre. Seis años después fueron depositados en una urna construida en el parque Sucre de Armenia, bajo la placa de mármol del soneto de su autoría Mi ciudad.

Se ha creído que los despojos de Antonio José Restrepo, el célebre Ñito, autor del Himno de los muertos, a la entrada del Cementerio Libre, reposan allí. No. Fueron trasladados de Barcelona (España), donde murió en 1933, al Cementerio Central de Bogotá, por gestión del presidente Eduardo Santos. Los de Vargas Vila, también muerto en Barcelona el mismo año 33, fueron repatriados en 1981 y están en el panteón masónico del Cementerio Central de Bogotá.  

Germán Pardo García, muerto en Méjico en 1991, había impartido instrucciones para que sus cenizas fueran lanzadas al mar. Con todo, fueron llevadas al viejo cementerio de San Bonifacio en Ibagué, ciudad de su nacimiento, y yacen en un panteón de sacerdotes y monjas. Absurdo: él era anticlerical. Jorge Isaacs, muerto en Ibagué en 1895, no quiso que lo enterraran en Cali, su tierra nativa. Sus cenizas llegaron al Museo Cementerio San Pedro, de Medellín, en enero de 1905.

Las de Tulio Bayer, muerto en París en 1982, fueron lanzadas al cosmos por su mujer desde un  risco de los Pirineos, como supremo acto de libertad dispuesto por Bayer. Las de Juan Castillo Muñoz, muerto en Moniquirá en 2010, se esparcieron por el Salto de Pómeca de ese municpio. Las de Manuel Zapata Olivella y David Sánchez Juliao, muertos en 2004 y 2011, fueron arrojadas al río Sinú.

La muerte es olvido. Sirva esta nota para recordar dónde se hallan los despojos de estos colombianos ilustres.   

escritor@gustavopaezescobar.com

 

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