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Un carpintero, un primo, un niño, un amigo

Lorenzo Madrigal
01 de junio de 2015 - 02:00 a. m.

Nos vamos muriendo. y de los amigos que dejamos de ver nos llega, a veces retrasada, la noticia de su muerte.

Don José Domingo Rincón fue hombre laborioso como pocos. Llevó a cabo, de principio a fin, la obra de madera de mi artesanal albergue, el que pude tener a mis cincuenta años, sesenta y cinco de su edad. Recuerdo su mal genio de perfeccionista y la amistad y confianza que nos llegamos a tener. Guardaba memorias del nueve de abril, cuando la turba lo sacó de una construcción y alguien le entregó una azada, producto del saqueo, para unirse a la revuelta. La devolvió en la esquina siguiente. “ Esto no es conmigo, dénsela a otro paciente ”, la soltó en un gesto y en un decir muy suyo. Cuando quise visitarlo una última vez, confiando exageradamente en sus noventa y cuatro, había partido y “ me dejó saludes ”, en frase demasiado coloquial —y cruel— de sus familiares.

En pasado comentario mencioné la tragedia del hijo de mi amigo el vigilante, la del niño Miller Steven, ultimado, caído de su bicicleta que le fue robada. Rabia y lágrimas de inmenso dolor por su vida y por sus quince años. Ningún registro de prensa ni policial se le deparó. “Temprano vas rodando por el suelo; temprano madrugó la madrugada”, resonó en mi alma el verso de Miguel Hernández, máximo poeta elegíaco, en la muerte de su amigo (“…se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería ”).

Y Ricardo, Richard, Sánchez Gil, como de la España grande, historiada, en sus apenas 58 años de pulcritud y nobleza de ser. Buen hijo de su padre, como él un bogotano cabal, solitario, reservado, amable, señor de su familia sin falta ni atenuantes. Severo, cordial, cultísimo. Comenzaba a tratarlo más, por generosidad de la vida, cuando se fue dejándome la mano extendida. Ricardo.

Oscar Mejía, societatis Iesu, jesuíta compañero de mi muy primera juventud, confidente entrañable, dejé de verlo como unos cincuenta años. Es algo. Fue importante rector de colegios. Fue muchas cosas. Fue así mismo rector de la venerada Iglesia de San Ignacio, de la calle diez. Formador y consejero y dueño de un amplio don de gentes. En sus mocedades lo recuerdo gracioso, tenía el don natural de hacer reír permaneciendo serio. Estuve en su funeral, que fue copiosamente asistido. Cuánta sociedad lo quiso. Se murió aquel mi amigo joven: no lo puedo creer.

Y Otto. Lo que dije de él, al cumplir sus noventa, no lo voy a repetir, salvo en gran resumen: fue el civilista ejemplar, el hombre del sombrero cordial y la gabardina al brazo, tipo Alberto Lleras, reidor, si puede decirse, del que trascendía una gran importancia: la de su vida, nunca exhibida con vanidad. Quien se ríe con tanta facilidad, ofrece a los demás la espontaneidad de su alma. Difícil que se repita alguien como él en esta época tan disímil.

 

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