Un demócrata

Juan David Ochoa
05 de julio de 2013 - 11:13 p. m.

Se acerca Mandela a la leyenda que le concederá la muerte entre la euforia triplicada del mundo que vuelve a recordar su tozudez casi ficticia, su voluntad de hierro ante la fuerza absurda y criminal del apartheid, su imperturbable moral en la prisión de Robben Island, en la que resistió, estoico y sereno, una condena de tres décadas por cuestionar los paradigmas increíbles del racismo.

Y ya vendrá la frívola catarsis del romanticismo a idolatrar, más que a entender, la trascendencia y el trasfondo de su hazaña.

Su hito consistió en lograr lo que en la historia fracasó continua y reiteradamente, la interrupción de un odio antiguo con el mayor de los recursos ambiguos; el lenguaje, la promulgación del equilibrio y de la tolerancia en un discurso insistente de resistencia vital, puramente vital y ajeno al instintivo placer de la venganza. Pudo utilizar como nadie el aura de su imagen para levantar una retaliación macabra, una estampida de rencor contra el imperio blanco, y se contuvo. Lo había pensado ya mientras optó por la creación acelerada de un comando armado en el exilio, después de que el Congreso Nacional Africano, su partido, había sido declarado ilegal y sus cerebros no tenían más que la obligada decisión de alejarse de los tiros de gracia. Volvería a Sudáfrica, otra vez, decidido a reanudar su proyecto inicial, la rebelión de un tolerante desarmado sin saber que le esperaba una condena que lo elevaría a los primeros rótulos de la leyenda.

Pero el trasfondo de esta historia expone mucho más que el sufrimiento injusto y la esperada destrucción de un arribismo. Mandela expone los efectos de ese invento Griego que aun, después de una extensiva historia de círculos y círculos de sangre y de tragedia, sigue siendo esquivo entre la inclinación despótica de los gobiernos del mundo, la democracia. La frágil burbuja de un sistema que promueve la participación del desacuerdo y de la disidencia para llegar a ese poder social al que le huyen siempre los tiranos, el poder de la decisión general sobre las leyes y las pautas, la relevancia de los ciudadanos sobre sus políticos.

Es larga la historia de la arbitrariedad. La discriminación sigue mutando en diferentes nombres que no incitan aun a reacciones generales porque no tienen la aparente connotación de las tragedias conocidas. En esa mutación sigue insistiendo la homofobia, esa enfermiza obsesión por controlar y mantener el ideal absurdo de la regla impuesta por los dioses del desprecio. Esa otra historia de la intransigencia a la que hoy el mundo intenta combatir en los congresos, y que en Colombia se resiste a desaparecer por su cultura intensa de desprecios.

Es justamente esa extinción de los sometimientos la que habla por él, por el humano que supo relegar el venenoso manjar de las vendettas, por el patriarca que extinguió la polarización en una atmosfera que supuraba sangre y que agoniza hoy en el cuarto de una clínica en Pretoria.

 

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