Me avergüenza, en medio de la gran crisis que vivimos, hablar de cosas al margen. Tanta escasez, tanta enfermedad, tanto problema… Pero me toca, de lo contrario no me saco el tema de la cabeza.
El asunto es el siguiente: las escenas extraordinarias de brutalidad policial que ha observado el país en vivo y en directo no son ni pueden ser independientes del hecho de que estamos gobernados por una fuerza política que legitima abiertamente el homicidio de ciertos blancos. Muchos políticos, medios de comunicación y figuras públicas simplemente no hablan del asunto. Les parecerá poco interesante, acaso descortés. Sin embargo, creo que deberían. No por radicales, no por polarizadores. Sino porque es imposible vivir tranquilamente así. Si usted, lectora, es tibia genuina, tendría que sentirse espantada por el asunto: por muchas razones, incluyendo la potísima de que la próxima que se le atraviese maliciosamente a una bala podría ser usted (o sus hijas y hermanas).
El enunciado que hice en el párrafo anterior se divide en dos partes. La primera es que hemos vivido faenas tremendas de ataque de la policía contra la población. Muchos videos muestran los disparos —de uniformados o de particulares asociados a ellos— contra pobladores que en el peor de los casos estaban armados con palos y piedras. Ya hay decenas de asesinados. Cientos de desaparecidos. Algo similar pasó durante otras recientes explosiones de rabia (originadas, entre otras cuestiones, por abusos letales de la policía: por si se les ha olvidado). Un corresponsal de Deutsche Welle informó en vivo que los habitantes de Siloé le rogaban que se quedara, pues así disminuía la probabilidad de que los cogieran a bala. Calificó el hecho de “espeluznante”. Lo es. Débil, laboriosamente, el director de la Policía, general Vargas, sugirió que el Eln se disfraza de Esmad para dispararle a la gente. ¿Qué credibilidad puede tener esto? Muestra que los esfuerzos del Gobierno van más por el lado de construir fábulas autojustificatorias —¿acaso coartadas profilácticas?— que por el de defender las vidas de los ciudadanos y establecer el control sobre los agentes del Estado. Los hechos son tan evidentes que hasta Nancy Patricia Gutiérrez acepta que ha habido “excesos”. Pero esto es un producto institucional. Verbigracia: la respuesta de Duque a las noches de horror vividas durante la última oleada de movilización fue disfrazarse de policía y mantener las cosas como estaban.
Algunos hubieran esperado algo mejor del general Vargas. No de esta administración. Y eso me lleva a la segunda parte del enunciado. La fuerza que nos gobierna cree a pie juntillas que matar se justifica. Lo dice abiertamente a quien lo quiera oír. Lo ha declarado, en distintos contextos y por distintos motivos, el caudillo, con su discurso sobre los falsos positivos, sus “buenos muertos”, sus “masacres con sentido social” y su llamado a apoyar el uso de las armas para la defensa de la integridad de uniformados, “bienes y personas” (según rezaba el trino homicida que borró Twitter). Lo afirma embelesada, cómo no, María Fernanda Cabal; lo ha hecho desde el comienzo de su carrera. Lo ratifica el coro de entusiastas alrededor de la manera en que algunos caleños esgrimieron armas de fuego contra los indígenas. Lo justifican altos funcionarios del Estado, que se entusiasman con el uso de la fuerza contra los manifestantes, porque es “legítima” por definición.
Sí: estas posiciones son moneda corriente en la retórica del Centro Democrático. En nuestro contexto parecen normales, precisamente porque han pasado por todo un proceso de normalización, parte del cual es resultado de una operación pública y explícita. Así que aquí realmente no tenemos un solo problemita, sino dos. Pues estas cosas no son normales. Son espeluznantes.
¿Cómo salir del mundo espeluznante a otro un poco mejor? Necesitaremos mucha paciencia e inteligencia para lograrlo. Pero es mejor comenzar entendiendo lo que está en juego.