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Un godo enfermo

Juan David Ochoa
06 de diciembre de 2014 - 04:00 a. m.

Álvaro Leyva habla siempre en las tinieblas, desde el rincón de los discursos atípicos y fuera del club de la godarria virtuosa que pretendió educar una platanera de bestias con el azote de los crucifijos, sin misericordia.

Es un godo anormal; un godo enfermo. Suele decir lo que ni el mismo liberalismo progresista dice, y ha dialogado entre susurros con todos los bandos de esta guerra anciana que ha terminado por combinar incluso sus enemigos y sus leyes.  Ha pretendido escalar entre los lazos reservados de la presidencia, pero ha caído estrepitosamente y en periodos continuos hasta caer de nuevo en la  sombra de los renegados, en la guarida del que habla lo que todos saben pero se niegan a admitirlo por físico escozor. Porque el pasado de este país de muertos es tan obvio y terrorífico, que por obvio y terrorífico se oculta y se silencia. Es un tabú de historias consabidas pero calladas por nausea. Siempre es preferible en el país del doble moralismo  ancestral continuar entre la incertidumbre sobre actuada, y aspirar a un repentino giro en el futuro sin mayores angustias entre la memoria, aunque replique el escozor desde el fondo con su verdad entre tambores.

Nada novedoso dice Leyva, una lluvia sobre un mojado público: que la guerra en Colombia no la iniciaron Las Farc. Eso es todo, y eso es suficiente para acarrear una tormenta de agravios sobre esa lluvia de obviedades tontas. Pero lo saben todos, todos los sectores y los bandos, lo sabemos incluso los que nacimos entre la época misma  de las balas ya culturizadas entre la costumbre.

Aunque sea tan molesto el cinismo de esa  cuadrilla de narcos y matones que se lanzan incluso a negar sus crímenes extremos, y aunque sea tan detestable el tufillo burlesco de Santrich con su humorcito de hiena, la guerra no la iniciaron ellos, aunque le cueste tanto dolor y tanto nervio decirlo a esa otra cuadrilla del congresista sin nombre, aunque se revuelque la estirpe entera de Laureano y sus Ordóñez leales.

La guerra, por enésima vez entre la redundancia, la inició el Estado con sus magnicidios y masacres en esos años en que creían tener la protección del señor padre para evaporar a los indios insurrectos y a esos discursos de equilibrio social tan igualados. Por eso el Estado tiene el deber de conceder también ahora su genuflexión y sus propuestas de saneamiento histórico, sentado frente al monstruo que crearon sus mismos ciclos criminales y su misma ceguera voluntaria. Por esa razón el país entero debe entender que medio siglo de sangre es un tiempo perdido y una desgracia compartida entre el poder y las vendettas de sus propios muertos, y que el único puente en el que el tiempo puede continuar es el proceso que continúa ahora después de ese secuestro extraño. La justicia transicional hará su trabajo entre un caos enorme, y quienes insisten en la perorata de negar ese método por impune y desastroso, deben reconocer que el Estado también continúa impune, y que esta Historia sucia debe atenerse a un recurso incluso indigno para levantarse. Es ese puente de vergüenza o el círculo en la misma humillación.

Esta historia obvia la entiende el país entero, por experiencia o por cultura, y es curioso que  sea un mismo godo el que se encargue de refrescar la memoria entre tanto liberal indigno de su nombre y de su pretensión.

 

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