Un momento en la vida de alguien que no existe

Enrique Aparicio
03 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.

Las caminadas por la playa en silencio son en sí un acto simple que todos necesitamos practicar en lugar de hablar como loros buscando explicar lo ya explicado o repetir chistes flojos o disculparnos de lo que no somos culpables.  El silencio-necesario es la medicina para curar nuestras heridas verdaderas y falsas. Es para quienes tengan el deseo de ver el mundo más allá de su propio ombligo. Es el encuentro con su propio Aleph (aparece en un cuento de Borges y tiene varias definiciones comenzando por: la primera letra del alfabeto hebreo). Para mí es un sitio en que te sientes a gusto y pleno contigo mismo.

Y eso fue lo que me produjo el silencio durante mis caminadas en la playa con mi novia en días de sol sin tratar de predecir el mañana.

Pero vayamos hacia atrás. El viaje en tren se me hizo corto si se tiene en cuenta que salimos de Ámsterdam a París y después tomamos un tren rápido de París al pueblo de pescadores San Juan de Luz, en la costa del océano Atlántico en el suroeste de Francia. Ya había escrito una nota sobre el tema, pero esta vez llegaba allá con una decisión firme, inamovible, sin dudas: sólo quería mirar el mar, pensar en la nada y dormir hasta que se me diera la gana.

Como hemos creado una sociedad donde si no haces nada pues no eres nadie, obvio, claro como canta un gallo, qué mejor que irnos a un pueblo de pescadores centenario donde ni siquiera existes. Sin embargo, Saint-Jean-de-Luz, ese diminuto punto de la costa, tiene lista la zancadilla para hacerte caer en su historia con un ejército de personajes que despiertan la curiosidad de cualquier desprevenido. Luis XIV tenía una atracción por las playas de este lugar, estamos hablando de hace unos 400 años mal contados y fue el sitio escogido por este rey para su matrimonio con la infanta española María Teresa, cuyo enlace tuvo como consecuencia que los Borbones reemplazaran a los Habsburgo en España. De ahí para adelante se pueden mencionar muchos otros personajes en el campo de la música, milicia y aristocracia española y francesa que fueron asiduos visitantes de Saint-Jean-de-Luz.

Aun con las atracciones históricas, el ambiente de vida muelle acaba por doblegar la mente. Sus restaurantes se especializan en pescados y mariscos de la región. Un plato muy apetecido por mi compañera son los famosos chipirones: minipulpitos fritos preparados en una salsa de ajo y aceite de oliva; yo realmente tuve que pensarlo dos veces y me decidí por una cazuela de atún y un vino de Burdeos a precio decente que satisficieron mi hambre y mi sed desaforada en un día lleno de sol.

La experiencia fue corta, el tiempo dejó de existir y cuando menos me di cuenta ya era de nuevo parte de la cotidianidad que te lleva a luchar con fantasmas que no existen, a sucumbir a presiones que son producto de nuestra mente, a cargar sobre los hombros la desconfianza a todo. Saint-Jean-de-Luz fue refrescante como la brisa cálida y sensual proveniente de un mar lleno de cuentos e historias.

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