Un oficio de reclusos

Héctor Abad Faciolince
16 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Decenas de ciudadanos, hombres y mujeres, de izquierda y de derecha y de centro, hacen fila para intentar ser presidentes de Colombia el año entrante. Todos —naturalmente— se presentan con la intención de “hacer un sacrificio personal y prestarle un servicio al país”. Pongo la frase entre comillas aunque no estoy citando a nadie en especial: lo mismo, o algo muy parecido, han dicho y dirán todos los candidatos del mundo. El aroma del mando y del poder es irresistible para casi todos los políticos (o los antipolíticos), por cara que se pague esta ambición. Cuanto más alto se sube, más se exponen, los que llegan, a sufrir consecuencias proporcionales al cargo que alcanzaron. No siempre, claro está, y como algunos demócratas y algunos tiranos salen bien librados de sus mandatos, todos los que aspiran, con buenas o malas intenciones, creen que correrán la misma buena suerte.

Hay déspotas que mueren en su propia cama, como Stalin, Augusto Pinochet, Francisco Franco, Fidel Castro o Hugo Chávez. No terminaron presos ni exiliados y nadie se vengó de sus múltiples crímenes. Tal vez la historia los castigue, o alguna frase feroz al estilo de las que inventaba Quevedo para insultar a alguien después de muerto: “por no comer su carne tan maldita se morirán de hambre los gusanos”. O el castigo divino, para los que creen en la otra vida.

Pero es bien común que muchos mandatarios (buenos y malos) terminen con sus huesos en la cárcel, en el exilio, en el patíbulo, o en una calle, víctimas de un atentado. Esta semana han sido condenados los expresidentes del Perú, Ollanta Humala (que fue a hacerle compañía a Fujimori en la misma cárcel), y de Brasil, Luiz Inázio Lula da Silva (que apeló y es posible que alcance a llegar libre hasta las próximas elecciones que, si gana, le darían una tregua de inmunidad). El general Antonio Noriega, hombre fuerte de Panamá, de la CIA y de los narcos, fue condenado a 60 años de cárcel, y murió hace dos meses después de haber pagado casi la mitad de la pena. Otro panameño, Ricardo Martinelli, espera preso en Miami a que lo extraditen a su país para pagar condena por actos de corrupción. Rafael Videla estuvo cinco años preso, hasta un dudoso indulto; Antonio Saca de El Salvador está en la cárcel. Y si algún día funcionan los tribunales de sus países, también Maduro y Ortega terminarán sus días en un calabozo. ¿Y en Colombia? Ah, en Colombia la lucha por el poder el año entrante refleja también el miedo de quién va a meter preso a cuál de los expresidentes.

La lista es enorme, y no solo en América Latina: Mubarak condenado a cadena perpetua; Hussein fusilado; Gadafi cazado como un animal; Ceaucescu fusilado; Mussolini colgado. También han caído muertos buenos presidentes: Olaf Palme en Suecia y Kennedy en Estados Unidos. ¿Y si retrocedemos en la historia del mundo? Ah, la lista de reyes y emperadores decapitados, acuchillados, envenenados, no tiene fin, en Oriente y Occidente. Napoleón pasó sus últimos cinco años en Santa Elena, una islita al frente de Suráfrica, lejos de todo, y probablemente los ingleses le mezclaban pequeñas dosis de cianuro a sus almuerzos.

Pero ninguno de nuestros aspirantes a candidato —y a presidente— tiene miedo a repetir esta historia tan conocida de su posible fin. ¿Se ilusionarán con aquello de que “el que nada debe nada teme”? Pocos refranes tan desmentidos por los hechos: conozco a mucha gente que no debía nada a quienes les cobraron su inocencia con la cárcel o con la muerte. En América Latina, y en muchas otras partes, el oficio de presidente encierra una muy probable perspectiva de terminar presos. Aunque, pensándolo bien, en Colombia menos. Desde que tengo uso de razón no recuerdo a ningún presidente de Colombia preso. ¿Por buenos, por demócratas, porque la Constitución los protege o por impunidad? No me atrevo a decirlo. Pero tal vez por esta especie de inmunidad histórica es que aquí hay tanta gente haciendo fila para ser presidente.

 

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