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Un país de espaldas al mar

Catalina Ruiz-Navarro
21 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.

Cuando se creó el Virreinato de la Nueva Granada, en 1739, hubo una larga discusión en Madrid sobre si la capital de la nueva entidad político-administrativa debía ser Santafé de Bogotá o Cartagena.

La discusión, como es costumbre, se tomó en abstracto y lejos de las tierras afectadas. Quienes le iban a Cartagena argumentaron su mayor contacto con las rutas interoceánicas y con la metrópoli, y que era el sitio donde realmente se jugaba la soberanía del virreinato. Quienes argumentaron a favor de Bogotá ganaron con un argumento ridículo que hasta hoy ha sido política nacional: el miedo al mar.

El argumento que logró que Bogotá sea la capital de Colombia fue que estaba lejos del mar, y por lo tanto de cualquier ataque de los ingleses, el lugar idóneo para preservar las riquezas que con tanto esfuerzo hemos dilapidado desde entonces. La rivalidad entre las dos regiones: una central y con la mayoría de la población blanca, que buscaba la unidad del territorio, y otra costera, incómoda, que varias veces buscó la secesión, dio lugar a prejuicios más sofisticados sobre el mar que hoy están enquistados en la base de nuestra cultura. El Sabio Caldas, por ejemplo, sostenía que la civilización solo era posible en zonas con determinados climas, y determinadas alturas que solo coinciden con la región andina. Estas ideas las retoma José María Samper, quien añade que la civilización es un privilegio de raza blanca, que se concentraba en Santafé. El miedo al mar era tal que en 1802 el Consulado de Cartagena compró una moderna imprenta en EE. UU. que nunca pudo usarse porque el obispo de Bogotá se opuso diciendo que el mar era fuente de pecado: a través de él llegaban extranjeros, el protestantismo, e ideas ociosas y lascivas que no merecían ser publicadas.

Es así como se construye el endémico y prejuicioso centralismo recalcitrante que caracteriza a Colombia y cuya consecuencia evidente es que en este país todas las decisiones con trascendencia nacional se tomen en Bogotá, y que mucho de lo que venga de la provincia se siga viendo como una chabacanería de gente parda y mestiza. Esta insistencia en mirarse el ombligo ha dejado desamparadas a todas las provincias colombianas, los Llanos, el Amazonas, el Chocó, y ese desamparo las ha vuelto tierra fértil para cultivos ilícitos, narcotráfico y guerrillas. Esto explica que Puerto Carreño, capital del Vichada y límite oriental de Colombia con Venezuela, sea un arenero incomunicado en vez de una boyante ciudad comercial y que una joya como el Archipiélago de San Andrés y Providencia haya sido relegado a destino de desinhibidas excursiones de Onceavo Grado para los colegios estrato 6. Esta desidia por los alrededores se replica tristemente en las élites de las mismas provincias que cómodamente se desentienden excusándose en la hegemonía central.

Lo que pasó con San Andrés es la consecuencia de un problema cultural e histórico. Colombia fue a la negociación confiada en unos tratados viejísimos y sin consultar siquiera con los sanandresanos, que solo recibieron una visita presidencial cuando ya era demasiado tarde para acompañarlos en su lamento. Colombia fue a la negociación sin saber qué estaba en juego y viendo a los isleños con el mismo desdén poscolonial con el que gringos y europeos nos miran a nosotros —patética ironía— e identificando ingenuamente territorio con tierra. Por eso, antes de darse cuenta de la gigantesca estafa, aceptaron el veredicto de la Corte, satisfechos de salvar las islas y olvidando que una isla solo es isla cuando está rodeada de mar.

 

 

 

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