Un polo norte alternativo

Eduardo Barajas Sandoval
28 de febrero de 2017 - 04:30 a. m.

A quienes tengan la costumbre de mirar al norte en busca de ejemplo y valores democráticos, los Estados Unidos ya no les sirven.

De manera vertiginosa, bajo el mando de un representante de los sectores más atrasados, cerrados, miopes, e ignorantes del ritmo del mundo, el nuevo presidente de los Estados Unidos cierra cada día puertas que en otra época hicieron de su país no solo una tierra de inmigrantes sino para muchos un símbolo de tolerancia y comunidad de propósitos entre personas venidas de todas partes en busca de un ambiente de emprendimiento y libertad.

Cada vez que se cierra una puerta, en nombre del sueño americano, se rebajan, quién lo creyera, los estándares de ese mismo sueño, para dejar más oscuro el ambiente de la vida cotidiana de los propios Estados Unidos y menos claro el camino de su futuro. El complemento de esa política es la exportación de la idea de una pretendida superioridad norteamericana, y la intención de imponerla en el Oriente Medio, o en cualquier otro lugar, que parecería ser una de las marcas de los republicanos, a juzgar por el discurso de Ronald Reagan y los Bush, que alimenta ahora las ilusiones de Donald Trump.

Planteado el reto de aceptar o no ese designio, termina por ser obligatorio el ejercicio de una contradicción que le ponga freno a tiempo a la consolidación de un modelo de nacionalismo que hace daño al desconfigurar la armonía interior de los Estados Unidos y tratar de imponer sus condiciones a los demás. Ya la China, identificada como contraparte por el mismo Trump, que la ha amenazado desde la campaña presidencial, va tomando medidas a su manera, esto es según su tradición de mirar las cosas en el largo plazo y obrar luego con cautela y precisión oriental. Europa ha hecho lo propio al exigir respeto por su proyecto comunitario. Falta ver quién se puede convertir en el freno a esos ímpetus en el continente americano.

Ralph Nader dijo que lo que más admira de Canadá es el hecho de haber logrado, bien que mal, una independencia que, en los Estados Unidos, Washington jamás ha conseguido respecto de Wall Street. Esto quiere decir que, al menos en la interpretación de los liberales, las corporaciones no son tan poderosas, en el Canadá, como para someter el poder político y ponerlo a su servicio, en contra de los intereses de la mayoría ciudadana.

Pierre Eliot Trudeau, entonces primer ministro del Canadá, dijo a su vez, hace casi medio siglo: “Nosotros somos un pueblo diferente de ustedes, y somos diferentes debido a ustedes. Vivir junto a ustedes es de alguna manera como dormir con un elefante. No importa qué tan amable sea la bestia, si se me puede permitir llamarla así, uno resulta afectado por cada una de sus contracciones o sus gruñidos. Por eso no hay que esperar que esta clase de nación, esta Canadá, se proyecte a sí misma como una imagen en espejo de los Estados Unidos”.

Tal vez la anterior sea la clave que permita entender el hecho de que, con la serenidad y la firmeza de quien sabe de dónde viene y para dónde va, Justin Trudeau, primer ministro de hoy, pueda ser quien, en el mismo continente, y también desde un país de inmigrantes, demuestre que es posible sostener un proceso democrático con respeto por los derechos de todos y al tiempo abrir espacios para unos cuántos de quienes se quieran sumar a la marcha de una sociedad que, en todo caso, requiere de nuevos aportantes a propósitos comunes.

La independencia, y el camino propio del Canadá, no han estado libres de obstáculos, surgidos de la presión exterior y de tendencias internas que han obrado en favor de la idea de convertirse, en la práctica, en otra versión de los Estados Unidos. Esto quiere decir que no ha faltado, por ejemplo, quien abogue por darle al sector privado opciones de enriquecimiento alrededor del servicio de provisión de agua, recurso estratégico nacional, tradicionalmente en manos de las municipalidades. Tampoco ha faltado quien cierre los ojos ante los abusos de compañías mineras canadienses en materia ambiental, en el país y en el exterior, donde además se les acusa en ocasiones de violaciones a los derechos humanos. También ha habido quien abogue por la coadyuvancia del país en intervenciones, léase aventuras, militares en el extranjero, no ya en el tono de las Guerras Mundiales, por los motivos que reseñan los libros de historia, sino en los intentos de “acción disciplinaria” de nuestros días.

Otra cosa es que hasta ahora, a pesar de las presiones y los avances en dirección contraria, a la hora de las cuentas, y con el regreso de los liberales al poder, el talante canadiense haya resistido exitosamente en la preservación de las diferencias que le separan del elefante con el que tiene que convivir a lo largo de una de las fronteras más largas de la tierra. Frontera que ahora están dispuestas a cruzar miles de personas que serían expulsadas o no quieren estar en los Estados Unidos. Como lo anticipó hace unos años Robert Kennedy júnior en una reunión de la Sociedad Mundial por la Ekística en Toronto, cuando presentía el peligro de una avalancha republicana en su propio país.

El “consenso canadiense” de compromiso con una sociedad abierta y democrática permitió la abolición de la esclavitud antes que los Estados Unidos. También consiguió el establecimiento de un servicio de salud pública generalizado, lejos de las manos de burócratas abusivos, para no caer en las equivocaciones de los países de la ya revaluada Europa Oriental, y también lejos de las manos de los financistas, para no caer en la desgracia de quienes imitan con orgullo el modelo de salud del capitalismo despiadado. Fortaleció el cooperativismo para que los ciudadanos se pudieran defender de la plutocracia y se preocupó, de manera razonable, por mantener la inmigración de todas partes del mundo y evitar la discriminación y la desproporción en las inevitables desigualdades del sistema económico imperante en Occidente, campo en el cual el Canadá figura en todo caso en primera línea.

Con esas credenciales de originalidad y resistencia, interna y exterior, ante el empuje de las fuerzas “unificadoras” del continente bajo un modelo agresivo que privilegia los intereses corporativos sobre los derechos individuales y las reivindicaciones sociales, el Canadá liberal de hoy puede ser un referente alternativo hacia el cual miren quienes suelen admirar a las democracias del norte; mientras dure.

 

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