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Un rosario abandonado

Aura Lucía Mera
06 de agosto de 2012 - 11:10 p. m.

La burocracia ambiental, que lleva años en este país y cada vez se embrolla más, ya cuenta de la fanatización, de proteger todo de repente, lo único que ha conseguido es que las cosas se deterioren cada vez más.

Me refiero en concreto a lo que está sucediendo en las Islas del Rosario. Después de 45 minutos de agarrarse de la lancha para no caer al mar y acordarse de todas las jaculatorias, pues aunque parezca raro este fin de semana de pleno verano en Cartagena la “marea” estaba alborotada, cuando al fin se pudo divisar esa magia de varios azules transparentes que rodean Playa Grande, el Acuario, y los demás islotes.

Desde hace muchos años, o desde siempre, ha existido la pelea de que si las islas son de los propietarios de las casas o son invasiones de terrícolas que se apoderaron de ellas, que si pertenecen a los nativos o a los que construyeron, eso sí, contra viento y marea sus cabañas. No importa que los “propietarios” fueran costeños o cachacos. No pienso meterme en estas honduras. Desde hace casi cien años existen cabañas de cartageneros en ellas. Nada ostentosas, las originales, con sus techos de paja, un espacio grande por donde entrara la brisa. Al comienzo en chinchorros. Desde muelles artesanales de palos, donde atracaban los botes, se podía clavar en los azules tranquilos. Playa Blanca era desierta, llena de palmeras.

Luego las islas fueron atropelladas por nuevos ricos que paseaban sus pantorrillas blancas llenas de puntitos rojos. Se inició el despelote. Las cabañas originales, muchas de ellas, sucumbieron ante muros de cemento. La chabacanería y el dinero fácil se apoderaron de este santuario.

Llegaron los gritos y las protestas. Con razón. Los ministros de turno, las corporaciones ambientales, los ecologistas y los defensores de los corales emprendieron una lucha para proteger este patrimonio. En su inicio todo parecía lógico. Devolver las islas al Estado y que los propietarios pagaran un alquiler por usufructuarlas. Poner en orden los permisos de construcción, para impedir nuevas fortificaciones con fachadas de mafia. Regular las normas para que ninguna casa agrediera el paisaje.

Resultado. Después de muchos años y muchos ministros: el desastre. La burocracia, la politiquería, la corrupción se adueñaron, ellas sí, para quedarse de las islas. Un permiso para techar una cabaña que quedó “calva” después de un vendaval puede durar mas de cinco años.

Dan ganas de llorar. El 99% de las casas son escombreras. Lo que hasta hace unos años era vida, alegría y pujanza, ahora son espacios herrumbrosos y vacíos. Se nota que entre los burócratas, las corporaciones serrucheras y los alquileres al Estado, muchos dueños prefirieron dejarlas al garete. Un rosario abandonado, sucio, que produce grima. Por lo menos antes se veían casas cuidadas, árboles contentos, manglares conservados.

En cambio Barú se ganó la lotería del progreso. El Decamerón y todas las casas construidas, respetando los manglares y la ciénaga, están sacando del olvido y el letargo a esos pueblitos antes abandonados de la mano de Dios. Al Rosario le sucedió lo del refrán: tanto jodió el diablo a su hijos hasta que por fin lo dejó tuerto...

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