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Un soldado más y una vaca muerta

María Elvira Samper
23 de febrero de 2014 - 04:00 a. m.

LOS ESCÁNDALOS QUE HAN SALPICAdo al Ejército en los últimos años —el tenebroso de las ejecuciones extrajudiciales, el de los privilegios a militares condenados por crímenes atroces en el Tolemaida Resort, la filtración de coordenadas, las chuzadas de Andrómeda y la corrupción en la contratación— muestran que la reacción del Gobierno se ajusta siempre a un mismo libreto.

Primer acto: indignación y dedo acusador de fuerzas oscuras, manzanas podridas o ruedas sueltas. Segundo acto: creación de comisiones especiales y anuncios de investigaciones exhaustivas y medidas correctivas. Tercer acto: defenestración de unos pocos —nunca del ministro—, en ejercicio de facultades discrecionales. Cuarto acto: pocos o nulos resultados. Música de fondo: acusaciones contra los medios que destapan las ollas podridas de querer dañar la imagen del Ejército Nacional.
 
El libreto oculta el problema de fondo: el retroceso —o freno— del proceso de modernización y democratización del sector defensa, que empezó en los años 90 como consecuencia del final de la Guerra Fría y cuando en América Latina arreciaban los cuestionamientos a los militares por la violación sistemática de los derechos humanos. Los gobiernos empezaron entonces a trazar el camino para recuperar para el poder civil la definición de las políticas de defensa y de control del orden público, y buscar transparencia en el gasto militar. Un primer paso fue nombrar civiles en los ministerios de Defensa, durante décadas feudos militares.

En Colombia, en 1991, el presidente Gaviria nombró a Rafael Pardo en esa cartera, y de su mano llegaron profesionales civiles para asumir tareas administrativas y de gestión y control del gasto. Sus sucesores siguieron en esa dirección, pese a la resistencia más o menos velada de los militares que por cuenta del conflicto armado habían ganado gran autonomía de vuelo y un amplio margen de maniobra y decisión en el manejo del orden público y los contratos. Esa resistencia fue especialmente notoria cuando Marta Lucía Ramírez, nombrada ministra en 2002 por el presidente Uribe, ordenó centralizar la contratación en la secretaría general para garantizar la transparencia. Tropezó con la oposición de miembros del generalato y perdió el pulso. El escándalo por corrupción en la contratación que compromete al Ejército y que llevó al presidente Santos a cambiar la cúpula es una señal de que no se ha logrado construir un ministerio moderno.

Por otra parte, el caso del general Leonardo Barrero, llamado a retiro por una conversación en la que sugiere a un coronel implicado en ejecuciones extrajudiciales que organice “una mafia para denunciar fiscales”, revela que la democratización general del Ejército está lejos, que hay sectores en los que pervive la mentalidad de que los derechos humanos son una “güevonada” (palabras del general), que todo vale en la guerra y que las investigaciones por las ejecuciones extrajudiciales son una persecución contra las Fuerzas Armadas.

Finalmente, otro importante indicador del estancamiento en el proceso de recuperación del control civil sobre los militares es la posición del ministro, Juan Carlos Pinzón, que siempre reacciona con espíritu de cuerpo, fiel a la promesa que hizo cuando asumió el cargo: “Mi única posición es colaborarles como un soldado más”. Sí, ha sido soldado y no jefe civil de aquellos sobre los que, por lo menos en teoría, debería ejercer control.

El prolongado conflicto armado, que le confiere primacía al sector defensa, explica el poder relativo de lo civil. Como bien señala el especialista en asuntos de seguridad y defensa Armando Borrero, “la confrontación interna es la verdadera ‘vaca muerta’ atravesada en el camino de la transformación y la modernización” (razonpublica.com).

 

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