Rabo de ají

Un sorbo de aire

Pascual Gaviria
08 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

Es una línea insignificante, casi inadvertida en medio de los 243 artículos de cantaleta, sanciones y atribuciones del nuevo Código de Policía que tiene como apellido la palabra convivencia, añadida como una forma de cinismo involuntario. El artículo 33 habla de los “comportamientos que afectan la tranquilidad y las relaciones respetuosas de las personas”, y desliza en el numeral segundo dichos comportamientos en el “espacio público, lugares abiertos al público, o que siendo privados trasciendan a lo público”. Y entre ellos está consumo de “sustancias alcohólicas, psicoactivas o prohibidas, no autorizadas para su consumo”. La vergonzosa redacción hace que parezca un chiste furtivo el recuerdo de ese honor que se le hizo a uno de nuestros próceres al llamarlo “El hombre de las leyes”. ¿Sustancia alcohólica? Así como hay unos químicamente buenos, hay otros químicamente brutos. Pero no vale la pena distraerse en la letra de los legisladores, dejemos eso para las demandas y los alegatos contra los policías en los parques. 

Tal vez lo fundamental sea reseñar una medida que llama a la convivencia mientras la prohíbe. Que convierte en ley la tara moral que aún supone que es una ofensa tomar alcohol en público y pretende arrinconar a la gente, imponer un veto sobre los espacios comunes que ha ganado la ciudadanía por sí sola, por costumbre, por perseverancia, por el vicio de mirar al cielo y compartir al aire libre en un país donde cada año hay 100.000 denuncias por maltrato intrafamiliar, un país acostumbrado a la violencia de puertas para dentro. Veremos quién se cansa primero en los muros y las aceras.

Para los congresistas sentarse a tomar una cerveza en un parque es un atentado contra la tranquilidad y el respeto, no importa que unos artículos más adelante se permita ese mismo comportamiento, en espacio público, cuando se trata de “lugares habilitados para aglomeraciones”. Entiéndase eventos con un organizador y un patrocinador que necesitan cuadrar las cuentas y tienen permiso para vender alcohol. No importa que siempre implique más riesgo juntar a 5.000 o 10.000 personas bebiendo que soportar a los 100 o 200 espontáneos que llegan a tomarse unos tragos sin necesidad de un afiche y una boleta. En últimas, todo se reduce a que es posible beber en parques o vías públicas cuando hay taquilla y patrocinador, pero está prohibido para los bebedores por cuenta propia. Se trata también de una forma sutil de discriminación. En España una ley parecida, aprobada hace año y medio para combatir lo que allá llaman el botellón, ha demostrado ser un mecanismo eficaz para la arbitrariedad. El periodista Julio Llamazares describió hace poco cómo se aplica por parte de los policías: “En España las leyes son como los perros, solo ladran a los pobres”. Y cuenta cómo los policías se encargan de multar a bolivianos o africanos mientras los españoles siguen sus rituales de botella y se ríen de unas multas imposibles de cobrar. 

En España nadie entiende que algunos pueden tomarse sus tragos al aire libre en terrazas de bares y restaurantes mientras a unos metros, en parques y aceras, están prohibidas las mismas libaciones. Igual pasará en Colombia, los tenderos perderán su porción frente a los negocios de la copa y el mantel. También hay un desplazamiento económico detrás de esa ley para el respeto y la tranquilidad. Y lo más triste, los parques serán territorios de la sospecha. Solo sentarse será mal visto por los agentes. Florecerán los sótanos y las esquinas informales, se repetirá el estúpido juego entre contertulios y policías en los quicios de las plazas, y mientras tanto, los jíbaros, muchas veces socios de los hombres del orden, no perderán un centímetro. 

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