Una elección histórica

William Ospina
06 de octubre de 2012 - 10:39 p. m.

A todo el mundo parece gustarle la definición de la democracia que hizo Abraham Lincoln: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, pero cuando ese precepto se cumple, hay quienes se sienten incómodos. Otra definición de democracia, más sencilla aún, es incluso menos polémica: “La voluntad de las mayorías”.

Aquí siempre se habló de democracia aunque nadie ignoraba que en nuestro continente las mayorías las conforman siempre los pobres, y que en todas partes se gobernaba a favor de minorías privilegiadas.

En Venezuela, por ejemplo, élites vinculadas al petróleo manejaron el país mucho tiempo, y a pesar de la renta petrolera la pobreza creció de modo asombroso. Sólo en los últimos diez años ha comenzado a redistribuirse de un modo más justo esa riqueza.

Ese cambio se debe fundamentalmente a un hombre: Hugo Chávez. Vigoroso, desenfadado, elocuente, Chávez no sólo es un gran conocedor de la geopolítica, la economía y las tendencias del mundo moderno, sino alguien capaz de análisis sencillos de problemas que los economistas suelen complicar para mantener alejados a los profanos; alguien experto en explicaciones claras y decisiones audaces. Chávez comprendió temprano que un país tan rico no tenía derecho a mantener al pueblo en la miseria mientras unas dinastías dignas de Arabia Saudita lo representaban ante el mundo.

El discurso liberal exige que todos los ciudadanos sean libres e iguales ante la ley. Chávez llegó al terreno abonado de una sociedad capaz de diálogo, con la ventaja adicional de que en Venezuela la riqueza no está en manos de los particulares sino del Estado. Un lugar adecuado para poner a prueba los paradigmas de la democracia real.

Ante los alzamientos armados en el continente el discurso del poder fue siempre el mismo: “Lo malo no es que pretendan una transformación de la sociedad, pues es verdad que hay muchos males que arreglar e injusticias que corregir; lo malo es que escojan el camino de la violencia, pues para eso están las instituciones de la democracia”. Chávez les hizo caso: creyó en las posibilidades de la democracia; no violó la Constitución: propuso una nueva y ha conservado el respaldo de las mayorías durante trece años.

No había empezado a gobernar y ya estaba en marcha una enorme campaña de desprestigio contra él. El rebelde que confiaba en la democracia para el ejercicio de transformar a su país era acusado de ser enemigo de la democracia. Pero la campaña no tuvo éxito, ni lo tuvo el golpe gremial que puso brevemente a la cabeza del gobierno a un empresario oportunista, ni lo tuvo el paro petrolero con que las élites pusieron al país en peligro con tal de aplastar el chavismo. Mal cálculo: los tres vientos adversos echaron a volar la revolución.

Nadie tuvo como Chávez una oposición tan persistente y tan orquestada de grandes poderes políticos y mediáticos en todo el continente. Pero hay que decir que el pueblo estuvo con él desde el comienzo: lo respaldó para cambiar la Constitución, salió a las calles a exigir su retorno el día del golpe, resistió con él los desastres del paro; de esas pruebas Chávez salió legitimado.

Lo que no le perdonan es que haya hecho todo esto respetando las normas. Sus enemigos se indignan cuando los voceros del gobierno norteamericano dicen que Chávez no representa un peligro para los Estados Unidos. Ante la evidencia del carácter pacífico de su revolución, sus adversarios se aferran a la tesis de que la creciente violencia delictiva en Venezuela es atribuible a Chávez y a su proceso político. Ni los horrores de la violencia colombiana ni los de la violencia mexicana les son atribuidos a los gobiernos de estos países, pero ahora quieren convencernos de que la delincuencia venezolana sí es culpa del gobierno.

El candidato opositor Henrique Capriles ha reconocido la importancia de los programas de asistencia social de Chávez y promete mejorarlos. Curioso que se crean capaces de mejorarlos quienes más los combatieron en sus orígenes y quienes jamás los habrían concebido. ¿Por qué la vieja élite empresarial estaría en mejores condiciones que Chávez de adelantar las transformaciones que él ha propuesto?

Ya nadie niega los logros de la revolución bolivariana: la dramática disminución de la extrema pobreza, el mejoramiento de los servicios de salud, el entusiasmo de los sectores populares, el hecho de que Venezuela, con la mitad de la población que Colombia, tenga hoy más estudiantes universitarios.

Lo que los pone nerviosos es que Chávez esté demostrando que cambiar las condiciones de vida de los pobres de América Latina es posible sin necesidad de revoluciones sangrientas, y que para ello no es necesario acabar con el sector privado, ni destruir al empresariado, ni acallar a la gran prensa, sino aprovechar para fines más nobles la riqueza pública.

Los experimentos de la democracia chavista han logrado en Venezuela lo que lograron el peronismo en Argentina y la Reforma y la Revolución en México: incorporar al pueblo a la leyenda nacional, hacerles comprender que el pueblo existe a las viejas élites que se beneficiaron durante décadas de la renta petrolera mientras crecía a la vista de todos la miseria de las rancherías.

Hoy se realizan en Venezuela unas elecciones históricas. Si ganara Capriles, hasta eso hablaría bien de Chávez. Y si Chávez perdiera, habría que decirle: gracias por haber sido, en un país tan rico, el primero en un siglo en hablar de los pobres, de sus derechos y su lugar en la historia. Pero si gana, yo no dudaré de que fue el pueblo, es decir, la democracia, quien lo sostuvo.

 

* William Ospina

 

 

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