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Una música ambigua

Héctor Abad Faciolince
11 de enero de 2014 - 11:00 p. m.

UNA DE LAS POCAS COSAS QUE ME molestan del español que se habla en México es que allá se está perdiendo el matiz que hay entre los verbos “ver” y “mirar”. Una cosa es ver pasar un pájaro, y otra mirar un pájaro en una rama.

Si sólo lo vemos, ni siquiera sabemos si era un gavilán o un colibrí; si lo miramos, en cambio, podemos distinguir su especie, su plumaje, la forma de su pico, su color. Cualquiera sabe que no es lo mismo ver una mujer que mirar a una mujer. Con el verbo “ver” nos referimos al sentido: no te veo porque está oscuro, o porque estás escondida; con el verbo “mirar”, aludimos a la concentración observadora del acto de ver: miro cada detalle de tu cuerpo. Por eso cuando en un doblaje mexicano dicen “lo vio a los ojos”, mi corazón lingüístico siente un escalofrío de rechazo.

Lo mismo ocurre en Colombia con la creciente confusión entre los verbos “oír” y “escuchar”. Con el verbo “oír” nos referimos al sentido del oído: oí un grito, un disparo, un trueno. Si quiero saber si mi voz se percibe al otro lado de la línea, digo: “¿me oye?”. Decir que un sordo “no escucha” es un poco absurdo, pues quien no oye, por principio, no puede tampoco escuchar. Una cosa es oír música ambiental, o de fondo, como la que ponen en los supermercados, y otra cosa entrar en una sala de conciertos a escuchar (con toda la concentración de los sentidos y de los sentimientos) la hondura de un cuarteto de cuerdas.

Pienso en estos matices de los verbos mientras asisto en Cartagena al VIII Festival Internacional de Música. Los organizadores me invitaron como periodista para que entrevistara en público a los integrantes de uno de los más viejos y aclamados cuartetos del mundo, el Cuarteto Borodin de Rusia. Este grupo nació en Moscú al final de la II Guerra Mundial, en 1945, y sobrevivió al estalinismo, al posestalinismo, al comunismo soviético y al poscomunismo ruso. Y estudiando sobre ellos he entendido mejor que nunca la diferencia esencial que hay entre simplemente oír música, y sumergirse en ella hasta captar sus matices más hondos, que en el caso de este grupo llegan incluso hasta honduras políticas. Doy dos ejemplos.

En marzo de 1953 el Cuarteto Borodin fue “invitado” (verbo que en el lenguaje estalinista quiere decir “obligado”) a tocar en los funerales de Stalin y de Prokofiev, fallecidos ambos el mismo día. El chelista original del Borodin, Berlinsky, contaba que ese día en el velorio de Prokofiev no había ni una sola flor pues todas las flores disponibles en Moscú perfumaban a Stalin. Y Dubinsky, el primer violín, escribió que esa vez se les “invitó” a tocar a Tchaikovsky a pesar de que a Prokofiev no le gustara. Por suerte ni el muerto oía ni el público escuchaba: simplemente estaban tocando música de fondo. Y esa se oye, no se escucha.

El Cuarteto Borodin está íntimamente ligado al nombre de Shostakovich, quizá el más grande músico del siglo XX. Aunque la música no transmita un contenido racional explícito, no hay duda de que, si se escuchan a fondo y conociendo las alusiones, las citas musicales y las circunstancias de composición, los cuartetos de Shostakovich transmiten mensajes políticos. Antifascistas, en principio, pero también antiestalinistas, han dicho los amigos de Shostakovich. Según Dubinsky, Shostakovich escribió mucha de su música con el terror de ser arrestado y asesinado, como lo habían sido muchos de sus amigos artistas en los años de Stalin. Si a Mandelstam lo aniquilaron por un poema, a Shostakovich lo salvó la ambigüedad de la música. Una ambigüedad que en 1965 se aclaró cuando firmó una carta para defender a otro poeta preso: Joseph Brodsky. Escuchar a Shostakovich es sentir la expresión del miedo al totalitarismo, el registro de su terror, con la mayor belleza y hondura posibles.

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