Una nueva religión

Héctor Abad Faciolince
06 de agosto de 2017 - 02:19 a. m.

Mi inolvidable amigo Alberto Aguirre, cuando era abordado por un adventista del séptimo día, por un evangélico, por un testigo de Jehová, por un mormón de los santos de los últimos días, les contestaba siempre con la misma frase: “¡No creo en la religión católica, que es la verdadera, voy a creer en la de ustedes!”. Yo, que soy un ateo manso y poco militante, últimamente tengo muchos más choques con los nuevos cristianos que con los viejos católicos.

Una vez le pedí a una empleada -evangélica- que me preparara unos camarones con yuca para una pareja de amigas lesbianas. Esto fue lo que me contestó: “Yo no cocino para mujeres que viven en pecado”. Y un amigo, también evangélico, al que le aconsejé que comprara un solar lleno de sol en un pueblo, y lo compró, después se lo cambió, sin consultarme, al pastor de su iglesia por un cuchitril sin aire, sin ventanas y sin luz. Y además le encimó plata. Sobra decir que ambos le pagan religiosamente el diez por ciento, o diezmo, de su menguado salario, a sus iglesias. Y votan por el que diga el pastor.

Se están celebrando los 500 años de la Reforma Protestante, una herejía que España no dejó llegar por acá, y tal vez por eso apenas en los últimos 50 años estamos viviendo en América Latina los efectos de aquel cisma, disfrazado con mil denominaciones, generalmente envueltas en movimientos pentecostales muy ruidosos, muy emotivos, muy gritones y extremadamente fanáticos. Son sincréticos, no dudan en introducir en su doctrina cualquier superstición de la cultura popular (maldiciones, satanismo, vudú, magia negra, lo que sea) con tal de tener más clientes. Gracias a esta capacidad de asimilarlo todo, las iglesias evangélicas brotan como hongos en cualquier esquina y, según se dice, sus secuaces ya se acercan al 20% de los colombianos, unos diez millones de personas.

Creo que su éxito, en realidad, se basa en algo que señalaba Mauricio García hace poco en una charla sobre su último libro (que recomiendo enfáticamente), El orden de la libertad. Los cristianos les dan a sus feligreses un orden, unas normas de conducta, prescripciones rituales, alimentarias, de atuendo, un ritmo ceremonial de la vida, y además les ayudan a superar el alcoholismo y la adicción a las drogas. La mayoría de las personas tienen sed de que les digan con pocas reglas muy claras lo que tienen que hacer. La libertad personal de hacer lo que a uno le dé la gana en su vida sexual, familiar, religiosa, es un lujo de cierta élite liberal individualista que no le sirve de nada al grueso de una población que se siente desorientada y dejada de la mano de Dios.

Ni el Estado laico, ni la educación pública, ni los intelectuales, han sido capaces de llegar con un discurso o unas normas alternativas a la mayoría de la población. Ante este fracaso, y ante la retirada y el desprestigio de la Iglesia Católica, que ya no es lo que fue (ahora sus fieles hasta se atreven a criticar y a contradecir al papa), a veces me he preguntado si no nos convendría crear una nueva religión. Me gustaría proponer, por ejemplo, un renacimiento del maniqueísmo. Fundar un culto dualista con un Dios bueno y un Antidiós malo que explique las tragedias y los males del mundo. En esta religión habría un Dios amoroso, pero sería impotente, es decir, lo contrario de todopoderoso. Sería un dios que intenta hacernos el bien, pero no puede, y se queda muy triste jalándose los pelos. Y un Antidiós que tampoco es todopoderoso, pero que hace maldades sin parar.

El Antidiós, por ejemplo, les dicta sus horrores y mentiras a los políticos que escriben difamaciones por Twitter. Manda sequías, avalanchas, virus incurables, bacterias furibundas, mosquitos que transmiten la malaria. Y el Dios bueno se desvive sugiriendo antibióticos a los infectólogos, ayudando a descifrar el ADN y a descodificar las enfermedades hereditarias que el Dios malo ha introducido en el código genético. ¿Una religión maniquea, sin diezmos, no tendría éxito?

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