Unas de cal y otras de arena

Juan Manuel Ospina
16 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Con la aprobación por el vilipendiado Congreso de la Jurisdicción Especial para la Paz, y el regreso del narcotráfico al análisis de la violencia y las posibilidades de paz en el país, el tema del posconflicto y la tarea de materializar lo acordado vuelve al escenario de la opinión pública.

La Jurisdicción Especial, se ha dicho con razón, es la pieza central de la negociación, pues en ella se integran dos elementos claves en cualquier resolución de un conflicto armado: la necesidad política y la exigencia de justicia, no solo hacia los responsables sino para con los derechos de las víctimas. Su estructuración responde a la complejidad de la tarea que enfrenta. Colombia diseñó, como es reconocido internacionalmente, un instrumento equilibrado en el tratamiento de las responsabilidades de los diferentes actores del conflicto, conforme al derecho internacional y de derechos humanos, y a los principios que rigen nuestro régimen constitucional.

Y lo anterior es especialmente crítico ante un conflicto profundamente degradado como el colombiano, que no puede entenderse ni su superación asumirse de manera simplista, en blanco y negro, entre buenos y malos como en las viejas películas de vaqueros. Por eso es falso afirmar que las Farc son una banda de criminales asesinos o que los militares son violadores de los derechos humanos o que los empresarios —grandes, medianos y aun pequeños— son unos auspiciadores, financiadores y aprovechadores de la violencia que promueven y/o auspician. Esas generalizaciones son mentirosas y confunden.

Los jueces necesitan conocer toda la verdad, la cual debe ser socializada para exorcizar la guerra, limpiar los espíritus y hacerles justicia a las víctimas, a las asesinadas por unos y otros, y a las sobrevivientes. Conocida la verdad a partir de las declaraciones voluntarias de los interesados, sin las cuales el sistema no funciona, pues son el fundamento de la decisión del juez, quien además recibe declaraciones de terceros e investigaciones adelantadas por las entidades del Estado, los organismos de investigación y la justicia ordinaria. Literalmente “la verdad os hará libres” y como contrapartida, el que mienta “la lleva”. Importante que el Congreso le puso límites a las escuetas denuncias ciudadanas como prueba única, para evitar que con ello se desate una epidemia de falsas denuncias que atascarían el funcionamiento del sistema y este en vez de sembrar semillas de reconciliación acabe sembrando cizaña, convirtiéndose en un alimentador de la dinámica de la violencia.

Si esas son de cal, las de arena surgen del narcotráfico, tan estrechamente relacionado con la violencia y la financiación de la guerra y que puede convertirse en un factor que afecte seriamente las posibilidades de la paz. Mientras el narcotráfico subsista, la violencia continuará. Narcotráfico y paz son realidades antagónicas. El cómo evolucione el negocio en estos albores del posconflicto, será definitivo para garantizar que el proceso funcione y que las Farc finalmente se liberen de su engorroso pasado, para avanzar en el camino de la legalidad, necesario para legitimar su quehacer político. Terminado el conflicto armado, en adelante las relaciones de las Farc con ese negocio pierden su conexidad con la acción subversiva y queda como un crimen ordinario sujeto a las leyes ordinarias; y eso vale igualmente para los dineros provenientes de actividades ilícitas que deben ser destinados para la reparación de las víctimas. Este punto empieza a volverse crucial con la llegada de Trump a la Presidencia cuando el narcotráfico será la única referencia en la relación de Estados Unidos con Colombia. Como ya ha empezado a verse.

 

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