¿Usted no sabe quién soy yo?

Hugo Sabogal
08 de marzo de 2015 - 02:00 a. m.

El señor Vino no es pariente de ningún funcionario. Tampoco porta credenciales de cuerpos de inteligencia ni lanza amenazas a diestra y siniestra, con aires de poder y de grandeza.

Por el contrario, es noble, amigable y tan añejo como la civilización. Y desde tiempos inmemoriales ha sido una bebida alimenticia insuperable.

Dentro de algunas de sus propiedades químicas está la presencia moderada del alcohol natural, condición que muchos aprecian y otros reprueban o persiguen. Pero natural, al fin y al cabo, como la chicha y el guarapo de nuestros antepasados.

Ha sido justamente esa condición la que ha llevado a gobernantes de todas las épocas a tasar con tributos su disfrute. Sólo recibe trato de ciudadano con plenos derechos en aquellos lugares donde nace, crece y se reproduce.

Es increíble que, a pesar de los ríos de tinta que han corrido durante siglos y milenios para describir sus bondades, todavía se le siga viendo con desconfianza o se le perciba como lo que no es.

Su paso por estas tierras colombianas es reciente. Y si bien circuló por exclusivos entornos sociales y militares durante tiempos coloniales, independentistas y republicanos, nunca encontró las condiciones climáticas ni geográficas para reproducirse y convertirse en otro compatriota. En el fondo, es un extranjero en tierra extraña. Sólo a finales del siglo XX comenzó a encontrar un espacio cómodo entre nosotros, contribuyendo de manera importante a impulsar la nueva gastronomía nacional y a generar amables y fraternos acercamientos entre familiares y amigos. Que se sepa, no ha sido munición de ataques pasionales ni criminales.

Tenerlo entre nosotros es costoso: cuando no son los impuestos, el vino debe vérselas con elevados márgenes de ganancia de los comercializadores, que lo alejan de muchos potenciales interesados. Además, durante décadas, funcionarios del Estado lo han calificado como un sujeto suntuario, sometiéndolo con elevadas barreras arancelarias y fiscales. Vaya conclusión, porque, en verdad, ha formado parte de la dieta diaria de millones de personas sencillas y humildes en el mundo. ¿De dónde salió, entonces, el concepto de suntuario?

En los últimos 13 años se le ha desterrado al grupo de licores y cigarrillos, potencialmente más perjudiciales para la salud que el vino. La idea es que contribuya a sustentar inversiones regionales en educación y salud. Y así lo ha hecho. Pero, en toda justicia, ¿no debería ser su aporte mucho menor que el de licores y cigarrillos, cuyo impacto en la salubridad es realmente dañino? ¿No debería pagar más el que más perjuicios causa?

Entre 2002 y 2015 se le facilitó su estadía con un impuesto al consumo basado en los grados de alcohol. O sea: a menor porcentaje, menor impuesto. ¿Por qué se quiere ahora echar por la borda este neutral principio?

El nuevo capítulo de bebidas del Plan de Desarrollo amenaza con ser un cataclismo para la cultura del vino en Colombia. No sólo se le vuelve a meter en la bolsa de los licores, sino que deberá enfrentar un régimen fiscal más duro. La desbandada de marcas y bodegas será inevitable, y el estímulo para el contrabando estará a la orden del día. Decenas de pequeñas importadoras desaparecerán.

En resumen, la nueva ley, que se ha confeccionado para no generar discriminaciones de precios entre los licores nacionales y extranjeros (los vinos no tienen ninguna vela en este entierro), conseguirá reducir el consumo de vino y estimular el de bebidas de alto contenido alcohólico. ¿Es eso sensato y sano?

La alarma en los países vitivinícolas amigos está al rojo vivo, máxime cuando la implementación de las nuevas normas atentaría contra acuerdos comerciales vigentes con sus respectivos gobiernos. Claro, son países que no producen licores globales y, por lo tanto, carecen de influencia. Pero darle al vino este golpe de gracia, cuando comenzaba a sentirse en casa, es un acto irreflexivo.

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